El diario plural del Zulia

La La Land

o de cuando las cosas salieron como querías

Desde hace cien años Hollywood nos ha contado la misma historia, casi siempre de la misma manera. Seguramente se deba a que el ser humano sigue siendo, según el día y según la hora, más emoción que razón, más razón que emoción.

La La Land no es una obra de arte. Pero es un buen intento por mostrarnos algo de aquella época dorada del cine contándonos, otra vez, una historia de amor que parece tener la pretensión de no ser cursi.

La narrativa es cursi y la historia, siendo cursi, se mueve a ese otro momento amargo de lo real. Y uno tiene que tragar grueso y, bueno, fingir que uno no es así, que uno no quiere llorar.

Dos jóvenes medio centrados, medio perdidos a veces uno más que el otro buscan espacio en el mercado para alcanzar su sueño, es decir, el éxito económico haciendo lo que les gusta y aquello para lo cual creen saber o saben que sirven.

Ella, trabajadora en un café de Los Ángeles, de audición en audición, quiere ser actriz de verdad, no vendedora de clichés. Ella quiere drama y, de esa manera, hacer buen cine. Salvarlo. Él sueña con devolverle vida al jazz abriendo un club en el que se toque solo lo mejor.

Insegura, él le dice exactamente lo que ella necesita escuchar. Rústico, y con el peso del resentimiento en directo al fracaso, ella le da unas ideas básicas de diseño y sentido común.

Un homenaje al cine, a Hollywood y al jazz con el que, pretendiendo salvarlos del tiempo, también da un aviso: «No todos caben».

No todos triunfan. No todos alcanzan el sueño. No todos tienen éxito porque la industria no es así. La economía, la sociedad, la realidad no es así.

Sobre todo en medio de circunstancias ajenas, que uno no controla. Con temores propios y talentos dispares con la moda.
De esas virtudes y habilidades que uno tiene, pero que le hacen ruido al marketing del día.

Con conciencias que no encajan pero que, en un mundo más horrible o más feliz, terminan encajando, aunque en el mejor caso se logre cambiando nada.

Encaja y alcanza el sueño. No seas diferente. «Sométete y triunfa».

Y si no te sometes, quizá también sirvas, puede que también, un poco marginalmente, digas una parte de lo que piensas, hagas un poco de lo que quieres, en alguna parte.

Como en uno de los capítulos de «Black Mirror», la serie de Netflix sobre las redes, en el que el jovencito indignado finalmente encaja en el fraude justo después de atentar directamente contra el fraude llamándolo por su nombre y, bueno, justo luego de quitar el velo e intentar destruir el reality show, los patrocinantes le dieron su propio programa para hacer de su verdad ruidosa el nuevo show.

Es la historia de los jóvenes: acomodarse a lo que hay y, si les va bien en la vida, remozarlo.

En el caso de La La Land, aquellos dos jóvenes de clase trabajadora se juntaron e hicieron cambios y ajustes para convivir y triunfar, pero lo hicieron forzándose y se desfiguraron.

Ambos ejercieron influencia positiva sobre el otro. Cada uno encontró su centro gracias al otro, pero no lo lograron juntos. Entraron en sus vidas para cambiarse, pero no les tocaba juntos. Y hasta eso hay que entenderlo y digerirlo.

La historia se parte en dos, se bifurca, y luego y aquí sí, la magia del cine, el futuro es visto desde adentro y afuera, desde hoy y desde los muchos ayer, desde la nostalgia de cómo habría sido si no hubiéramos sido tan estúpidos y hubiéramos hecho todo o casi todo mejor y, ¡por dios!, no nos hubiéramos separado.

Dos tontos soñadores con enredos típicos en busca del sueño americano tendrán que hacerse, más de una vez, la pregunta amarga, ¿cómo demonios habría sido si…?

El asunto es que, en estricto sentido, y al menos hasta donde la humanidad ha llegado, la historia personal eso que llamamos la vida no es de ida y vuelta.

Después de que en un segundo hiciste lo que hiciste, dijiste lo que dijiste, decidiste lo que decidiste y lo hiciste, lo que sigue ya es diferente.

Si te equivocaste, recapacitaste y pudiste volver a empezar, ya ese nuevo comienzo pertenece a otra historia que, por regla general,es distinta a la que antes habría sido.

Quizá en adelante todo sea mejor. Quizá así debió ser desde el principio. Pero no es idéntica a cómo habría sido si el tonto no mete la pata.

La La Land es sobre el tiempo presente.

El único tiempo que verdaderamente existe: «la vida cotidiana».

Y sobre una cantaleta: «el futuro no existe».

Lo único que existe es cada decisión cada segundo llevando a otro segundo y otra decisión.

Así que, si lo vemos desde cómo pudo haber sido, entonces es mejor que desde ya, mis queridos jóvenes, aprendan temprano que, si de éxito y de felicidad se trata, es necesario que tomen decisiones gruesas y, en muchos casos, fusionen sueños, negocien futuros con sus parejas, en vez de que cada uno jale al otro abusivamente a su lado y antes de que se separen. Ganar perdiendo. Perder ganando. Dosis de realidad. Juntos. O la madurez llegará después de que lo echaron a perder.

La vida que podía haber sido, fue. Sospecho que es la lección más gruesa de la que habla La LaLand. Solo que no cómo y con quien habrías querido, al mirar atrás.

La película da para más, para decir otras cosas, para insistir y preguntarse, por ejemplo, ¿cuántas veces hemos echado a perder el presente?

Para comprender, serenamente, que la vida que hemos vivido, 5, 20 ó 40 años después, no es ni un poquito perfecta. Y que la otra dimensión, la vida que no pudimos, que no quisimos, que no supimos vivir, no la conocemos.Y lo mejor y peor del caso es que, por lo que sabemos, no la vamos a conocer.

Y como en el Náufrago de Tom Hanks, después de volverse a ver, los dos jóvenes no se devolvieron, no regresaron tras el reencuentro.

La novedad del regreso como torcedura, como fractura en el orden de un tiempo y una cotidianidad, también tiene costos emocionales de largo plazo. Genera más reconcomios eso de intentar recomponer vidas rotas rompiendo vidas que, quién sabe, igual se romperían. O no.

Lo que sí podemos prever, de momento, es el costo emocional y racional de alcanzar tu sueño.

Sobre todo si tu compañero es un inmaduro depresivo que, anclado en el pasado, va a contracorriente de una industria, la industria musical, que no sabe ni puede ni quiere quedarse quieta. Y que, por el contrario, se devora a sí misma y renace, como Hollywood, a veces cambiando a brincos, a veces rehaciéndose en calma, muchas veces, incluso, copiándose a sí misma, como en La La Land. Pero que, en ningún caso, se hunde amarrada a la tradición.

Sobre todo si tu compañera es insegura y necesita desesperadamente que un cazador de talentos le dé, una vez en la vida, la oportunidad de hacer casting para una obra que aún no tiene guión y que ella que no sabe seguir guiones, pero sabe hacerlos felizmente lo coescribirá.

Moraleja para jovencitos
Préstenle atención a estos temas con seriedad porque la manera como los vivan y tomen decisiones es la manera como van a vivir la vida. Su presente. Su vida cotidiana. Y para saber esto no tienen que amarrarse a estafadores emocionales que copian a Borges para vender recetas.
La La Land no es algo así como una invitación a despertar mientras están soñando.
Es otro aviso para que permanezcan despiertos mientras sueñan.

 

 


 

El presente artículo pertenece a la columna «Cineratura» de la decimoquinta edición de la revista cultural Tinta Libre, publicada el 17 de febrero de 2017.

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