El diario plural del Zulia

YO SOY LA LOLA LOLA

¿Y a quién se le ocurre llamar Lola, nombre de rima sospechosa, a una pobre muchachita acabada de nacer? ¡A un escribiente! ¡Horror! ¿De qué no es capaz un escribiente dueño del mundo de las actas, partidas, cédulas y todo lo que nos registra para siempre en los a veces peligrosos archivos oficiales?  Él fue; él, yo lo acuso: él lo decidió.

La madre, desde su cama, la proclamó Lolita: parecía simpático para aquella bolita de carne que casi se la lleva a la tumba a la hora de nacer. Pero la burocracia le arrebató el diminutivo.  A pesar de que, para la época, Nabokov no había escrito aún su “Lolita”, nombre que  etiquetó para siempre a las niñitas eróticas, incestuosas y perversas.

Lo más humillante fue que, con el tiempo, a los pechos de mujer se les llamara Lolas.

Lo peor fue cuando el nombre apareció asociado a los bombillos rojos: “Yo quiero bailar contigo, Ay Lola, apretadito…”, al nombre de  cupleteras de cabaret español; o  a canciones idiotas como “Ay Lola, Lolita, Lola, debajo de la consola”).

Lo fastidioso fue el  tener que insistir, a través de los años, en que no, ¡qué NOO! Que era Lola, de verdad, Lola, Lola,  que no Dolores, ese nombre triste y llorón y aún más indeseable.

A nosotras las Lolas, nos habría salvado, en el lejano 1930,  Marlene Dietrich, la diva de El Ángel Azul, de von Sternberg, no porque hubiera sido santa, que no lo era, sino porque lo proclamó como su nombre, repetida y retadoramente, y con orgullo,  con aquella voz grave de alemana nocturna: Ichbin die fesche Lola. Y allí Lola, al menos, rimaba con pianola. Y fesche, al menos, quería decir “inteligente”.

Pienso que, salvo algún cinéfilo, pocos recuerdan hoy a la Marlene de las piernas aseguradas en un millón de dólares,  su fino cuerpo sinuoso,  sus cejas tan arqueadas,  sus trajes de satén de seda, y hasta sus atuendos de corte masculino, de los cuales surgía, más mujer que nunca, como la reina que era del glamour del primer cine parlante.

Pero yo sí tengo esa memoria, adquirida en mi pasión cinematográfica. Y la de sus canciones, atesoradas en viejos discos de pasta que sospecho, mi hijo se llevó.

Entonces, secretamente, aquí entre nos, me pongo un dedo sobre los labios,  le hago un ¡shh! a los libros que me miran desde los estantes, para que no me delaten, recupero el paisaje penumbroso del Salón de Marlene, y dando vueltas sobre mí misma, canto, más bien grito:   “Lola! Lola!”, mientras la pianola responde:  ¡“Tarántántántántán!”

Fragmento sobre la presentación dellibro de cuentos «La Lola Lola» (UNICA, 2014)de Lolita Aniyar de Castro (1937-2015) a cargo de Mery Sananes

Este libro representa el ‘no me olvides’ de Silvina. Un escrutinio, a la vez que no sólo se convierte en una autorradiografía, sino en un retrato inquisidor de ese lugar donde somos depositados, sin que al final del recorrido sepamos a ciencia cierta si pertenecimos o no. No deja ella de lado el amor. Esa ave escurridiza que sólo atrapamos en el instante de la ausencia. Y se lo pregunta: “¿El amor, entonces, esa larga retahíla de historias, es química, rito o ceremonia del inconsciente colectivo, o se trata sólo de inventar un marco para congelar el miedo de morir a solas?”…  Y ella misma se responde: “La vida es corta y la muerte es larga. Aunque quisiéramos llevarnos la carreta cargada con nosotros, siempre se muere a solas. A solas. Nos llevaremos sólo sombras, recuerdos, pensamientos, ideas, lo que no compartimos. O las experiencias sofocadas para que no fluyan al exterior con rostros de cuentos prohibidos. Siempre se muere a solas.” Estas narraciones son su versión de los cuentos prohibidos, que por primera vez deja salir, sin rubores, para que, ella,  ese pez extraño que quedó atrapado en un mar de vivos colores, regrese a plantarse a su orilla de origen.
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