El diario plural del Zulia

Tres semblanzas de un terruño

Las calles, desde lo práctico, permiten la circulación de personas y vehículos para que, consecuentemente, se relacionen entre sí; estas también son necesarias para que los individuos adopten conductas y rituales que forjen su identidad. Porque la calle es testigo de los días y las noches de habitantes que viven y hacen esta ciudad.

I

 

El carro de las luces

Las horas pico son terribles en Maracaibo: un tráfico inflexible, la agitación del calor y un trasporte público deficiente maniobran durante esos minutos. Esas horas, a las que además se les suma la oscuridad de la noche, son el desespero de los peatones que añoran llegar rápido a sus destinos. Son las 6:00 de la tarde y unas luces de colores permiten respirar a lo lejos: ahí viene «El Gallo».

Su nombre es Héctor Suárez, conductor de la línea La Pomona por más de cuarenta años. Con su barba gris y sus camisas mangas largas con pantalones de tela —jamás de jean— no conduce cualquier automóvil. El suyo está forrado de instalaciones de luces de distintos colores. En el techo, la «Chinita», una estructura metálica, también está adornada con luces que se visualizan desde acullá.

Cuando se realizaban las ferias en honor a la Virgen de Chiquinquirá en la avenida Libertador, comenzó una tradición que hoy se aprecia como parte de esa identidad de la que se ufanan los maracuchos.

En una de las tantas riñas que suscitaban en aquellos festejos, uno de los 20 hijos de Héctor perdió un ojo sin haberlo merecido, pero, como manifiesta su papá, «está vivo y fue la Chinita quien lo salvó».

Le prometió con fervor a la virgen morena que no asistiría nunca más a una feria, en cambio, adornaría su vehículo en su honor, desde los 12 de octubre hasta el 2 de febrero, día de la Candelaria. Desde ese momento, diferentes Ford Fairlane modelo 500 han servido para su carroza.

Con los años, los bombillitos de instalación se cambiaron por luces led; este año los renos no funcionan y la «Chinita» no se ha bajado del techo, porque el precio para reemplazar las luces es exorbitante. Esa misma crisis es una razón para prometerle más a la patrona de los zulianos. Por eso sigue en ese trono hasta nuevo aviso.

Por lo pronto, Héctor espera teñirse la barba de blanco para vestirse de Santa Claus en diciembre y llenar de alegría a una ciudad de mucha energía y pocas luces.

 

II

Luz, ciudad… y acción

En la Sala Audiovisual del Museo de Arte Contemporáneo de Maracaibo Lía Bermúdez (CAMLB), Nelson Ferrer se sienta con calma en una de las sillas dispuestas en el lugar. No es casualidad que la reunión sea allí, pues ese es el sitio donde mejor se siente; aunque, para ser más exactos, donde se proyecte una película siempre será su zona de confort.

Maracaibo es la ciudad de sus ojos; esos mismos ojos que quedaron perplejos cuando vieron una película por primera vez, experiencia que lo indujo a ganarse la vida durante su adolescencia vendiendo chicles y golosinas en muchas salas de cine.

Allí empezó todo, al galope de Alan Ladd (actor famoso de películas recreadas en el Lejano Oeste). Después de tanto curioseo, un curso en la empresa Baralt por fin le dio el empujón para ser proyeccionista. ¿Cómo ese montón de luz se pueden reflejar miles de fotogramas para relatar las andanzas del pistolero Shane (de la película Shane, el desconocido)?, tal vez se preguntó en aquel entonces.

De operador asistente se convirtió en proyeccionista de los cines Andes, Ávila, París, el autocine que estaba en la actual segunda etapa de la Vereda del Lago y el Teatro Victoria (el primero con aire acondicionado), por mencionar algunos.

Entre tráileres y películas proyectadas en 16 y 35 milímetros, el tiempo se digitalizaba y alivianaba todo el esperpento que se necesitaba para ver una película. Su jubilación del Cine Club de la Universidad del Zulia fue un nuevo ciclo para él. Así como ve con buenos ojos la evolución del cine latinoamericano, mira su nueva etapa como una forma de estar más cerca del cine.

La pasión que lo hizo viajar por todas partes para enseñar cómo se vive el séptimo arte se acrecienta para mostrarles a las nuevas generaciones cómo una ciudad se enamoró del cine y aún continúa en ese romance.

 

III

 

La mirada a una ciudad noticiosa

En una esquina al lado del palacio legislativo, Hugolino, históricamente, vende periódicos. No estaba previsto, pero su gorra azul de Versión Final lo protege esta tarde soleada.

Hugolino Vázquez es su nombre completo. «Soy un maracucho de 73 años», comenta. Y cuánto no ha vivido desde esa ubicación… su perspectiva. Por ahí tuvo de vecinos a Hilarión Cardozo, Omar Baralt, Oswaldo Álvarez Paz, Lolita Aniyar de Castro, y todos los gobernadores, a los que nunca les ha callado sus disgustos por el estado de la ciudad.

Hay una interrupción en la conversa; un comerciante informal aclama desde lejos: «Mirá que Hugo es el acervo histórico de aquí».

Así es. Desde que era un niño, recuerda haber sido amante a la lectura (de todo tipo), y rememora esos momentos en los que su padre se levantaba a las cuatro de la mañana para irse a desayunar y luego continuar sus andanzas, mismas que él también asumió como un hábito de vida y se encargó de preguntar y, sobre todo, estudiar.

Son 33 años vendiendo periódicos y chucherías. Hasta Irene Sáez, «ese mujerón que estaba en campaña electoral», consumió algunas calorías en su puesto. La verdad es que siempre ha vendido más que los demás, porque lee, cuenta las noticias y anima a la gente a comprar los periódicos.

Así invierte su conocimiento en narrar cuentos, en vender unas primeras planas y, además, en cuidar y denunciar el patrimonio histórico de la ciudad de los balcones, como él la bautiza, para que jamás deje de ser «la más bella de la bolita del mundo».

 


El  presente reportaje pertenece a la vigesimonovena edición de la revista cultural Tinta Libre, publicada el 15 de septiembre de 2017.

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