El diario plural del Zulia

Maracaibo en 300 metros

Un lugar que pasa desapercibido en los bordes de la metrópolis guarda, en su lado más visible, a la «biblioteca del estado»; y del menos visible las historias de los habitantes del barrio más pequeño de la ciudad. Este es el primero de los relatos que construiremos sobre los lugares más particulares de Maracaibo.

Playa Macuto yace sigilosa entre una torre de libros y unas aguas teñidas de oro negro.
Dentro de ella, viven aproximadamente 360 personas distribuidas en 120 familias, quienes conforman el barrio más pequeño de la ciudad de Maracaibo, estado Zulia.
Los accesos a este rincón, ubicado en la avenida El Milagro, toman por sorpresa a muchos visitantes que nunca imaginaron la existencia de una comunidad detrás de la Biblioteca Pública María Calcaño, conocida como «la biblioteca del estado».

Uno de los caminos, ubicado frente a la plaza Ana María Campos, fue un vasto terreno baldío donde muchos libros esperaban ser rescatados por algunos curiosos que se atreviesen a hurgar entre el coloso depósito de la biblioteca: aquel cementerio de libros con portadas desgastadas y tintas pálidas.
Hoy, en ese mismo lugar, existe una colorida comunidad homónima a la plaza adyacente. Sus casas, vestidas de colores cálidos y fríos, pero nunca en tonos tenues, rememoran a la Maracaibo de ayer. Allí, en su vereda principal, se observa, entre unos montículos xerófitos, la cima de Playa Macuto.

La otra entrada, ubicada en el extremo derecho de la biblioteca, es una calle angosta que conduce a la Escuela Básica Bolivariana Alonso de Ojeda. Entre pilas de sacos azules y blancos rellenos de cemento se intenta contener la cañada que pasa por la zona, aunque no son suficientes para engañar al olfato y la memoria de un paraíso añorado.

En las orillas de la playa
«Esto lo fundó papá y los Bermúdez», dice con certeza Leida Santana mientras dibuja en el aire con su dedo índice cómo era la Playa Macuto de su infancia. Ella es parte de los vecinos que viven en «el bajito» del barrio, donde el agua del lago era dueña de todas las parcelas.

El corazón de Playa Macuto ha cambiado a medida de que la vorágine lucha entre la naturaleza y los inventos del hombre reestructuran la vida de sus hijos. Un caminito de tabla flotaba en las riveras del lago, mientras unos palafitos servían de hogar para los primeros pescadores del sitio. Así comenzó todo, como cuando Adán y Eva empezaron a civilizar un pedacito del paraíso.

Al principio, la cañada que hoy desemboca en el lago, le prestó su nombre como referencia para que extraños fuesen hasta ese punto: Cañada de Macuto. No obstante, antes no existían indicios de alguna unión entre el lago de cristal y las aguas negras. Aunado a los embates del tiempo y esa excusa para eximirse acciones culposas, el depósito de material de construcción, los derrames de petróleo y la acumulación de desechos sólidos fueron mermando a la tierra de pescadores y de baños en el muelle.

Los de abajo y los de arriba
Milagro Santana, hermana de Leida, vive en la colina de Playa Macuto (arriba de «el bajito»). La casa que habita actualmente tiene poco más de una década construida, pues la suya la abandonó cuando la naturaleza hizo que perdiera su hogar por segunda ocasión.
Santana cuenta, mientras saluda a dos vecinos de su vereda, que cuando vivía en la casa de su infancia, hecha de cemento y armado y caña brava, se escapaba de su madre por un orificio que había a un costado del baño (construido con material de barco sobre las aguas) para sumergirse en el lago transparente. En eso, sus manos se llenaban de almejas cuando tanteaba la arena blanca de las aguas. Esta aventura acababa cuando se agotaba de susmañas y reposaba sobre las palmas que dejaban caer sus verdes extremidades sobre las aguas del lago.

Su casa era un semipalafito, la mitad estaba sobre las aguas y la otra sobre la tierra que cedió el lago. Un día, las aguas la segmentaron en una asonada y ahí descubrieron que la playa tiene carácter.
Antes de que muriese el siglo, «el balneario», como era conocido Playa Macuto antes de que le dieran su nombre oficial en una reunión de junta de vecinos hace más de tres décadas consistía en un muelle construido por la Cervecería Zulia.

Santana, junto con dos vecinos, que no se contuvieron de recapitular los cuentos de Playa Macuto, a pesar de que estaban algo ajetreados ─Yenny Sehuanes y Marcos Ramón Villegas─, rememorancada rinconcito de la pequeña playa de unos 300 metros de largo y 180 metros de ancho, aproximadamente.
─La planchada era donde los niños se bañaban seguros, por allá─, señalan todos con sus dedos en dirección a unos matorrales, mientras salían a la calle para ilustrar el espacio con detenimiento. El muelle, a su vez, era la opción predilecta «para los grandes» que conocían el lugar. Suponía para ellos una «Semana Santa eterna».

Aunque una segunda embestida obligó a Santana a abandonar su primer hogar en «el bajito» hace doce años, su seguridad de que «el lago está vivo» se nivela con la fe de cualquier creyente, con las memorias del lago, la ciudad y su gente.

Un emblemático pedacito de la ciudad del sol amada cuenta su historia de contrastes que aún se sigue escribiendo como un acervo viviente. Con poco papel, pero con mucha tinta. Esa que se seca con el tiempo y se tiñe con recelo en las páginas del sentir popular.

 


El  presente reportaje pertenece a la decimoséptima edición de la revista cultural Tinta Libre, publicada el 17 de marzo de 2017.

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