El diario plural del Zulia

Al sur del lago también retumba la Zulianidad

Arturo Chourio tiene más de 43 años recreando en su memoria y en los lienzos anécdotas que relatan las costumbres de un pueblo legendario.

Una carretera asfaltada y recta abre el paso entre los cañaverales de aproximadamente dos metros de largo. El aire saturado de humedad hace que al sudor le cueste evaporarse. En Bobures, por estos últimos días de enero, el cielo encapotado y el silencio espeso despistan a cualquier nuevo visitante de la zona, pues el nombre de este y otros pueblos del Sur del Lago retumba en cualquier parte del país a golpes de sol, playa, devoción y sonido de tambores.

Bobures es la capital del municipio Sucre; junto con el Batey, Palmarito, Gibraltar y otras poblaciones, forma parte de la subregión Sur del Lago. En este pueblo de agua, al mediodía las calles están en plena calma. Algunas personas están congregadas en el malecón. Entre el deshueso de un pescado y otro dejan colar una retahíla de cuentos. Se avistan murales en honor a San Benito de Palermo como también otro grupo de personas que conversa bajo el sol que hoy es difuso y amable; el más vistoso es un muchacho negro, corpulento, de brazos cruzados y pectorales marcados; tiene una bermuda caqui y sobre su cabeza lleva un kufi (sombrero tradicional africano). La imagen resulta ser singular. Queda develado para alguien ajeno a este paraje que en Bobures lo afro no es un rastro sino una herencia enclavada, cotidiana y vital.

Tras un recorrido de menos de 15 minutos, ya se conoce casi todo, menos a nuestro entrevistado: Arturo Chourio.

Aquí todos saben quién es quién. Con preguntar a dos habitantes damos con las coordenadas de la residencia del artista plástico, quien resulta ser vecino del portador del kufi. La casa de Arturo, como casi todas, prescinde de cerca o alguna separación entre la calle y la vivienda. «Las cercas no son para separar a la gente, sino decorativas», comenta Chourio. Basta que pasen unos minutos para lograr una cercanía con Nilda, su esposa y con Orlana y con Carla, sus dos hijas. Las tres mujeres con sus ademanes le daban una sensación de familiaridad al encuentro.

Una infancia en el Sur del Lago

«Yo nací en la comunidad de La Guaira, que queda a cinco kilómetros de aquí. Soy el quinto de ocho hermanos y por naturaleza campesino», comenta Arturo. De niño iba a la escuela en bicicleta, tres en una sola y si esta no servía debía caminar la distancia entre La Guaira y Bobures. Con las ondas mataban pájaros y se jugaba mucho béisbol.

«Una vez me echaron una pela por el papá de Endy Chávez, que es el padrino de mi hermano menor. Él estaba empeñado en que fuéramos a jugar y yo tenía asignada una tarea que me había puesto mi papá. Ese día discutimos los dos, pero él no se ponía bravo; yo lo perseguía y le tiraba a pegar, pero él era más grande que yo. Había un señor que narraba la pelea y más me enardecía yo. Mi mamá, cansada de mandarme a llamar y de que yo no hiciera caso, me mandó a buscar con mi hermano mayor y me dieron una pela», cuenta.

Aquel niño tímido vendía besitos, pastelitos y hallacas a medio bolívar; era común entre los niños hacer esta actividad para ayudar a la economía familiar, aún esto se puede notar en las playas del pueblo. «Yo poco vendía aquí, generalmente lo hacía en La Guaira, que era una zona de tolerancia donde estaban los cabarets. Al lado de mi casa había uno y al fondo otro. La mayoría eran jóvenes colombianas entre 17 y 20 años que venían en busca de dinero. Habían más de 50 prostitutas. La frontera era más amplia, había un transporte que viajaba dos veces por semana a Cúcuta como una ruta suburbana», expresa Arturo. El artista atribuye aquella prosperidad de los burdeles al auge económico en la zona impulsado por la ganadería y la agricultura.

Orlana fugazmente se acerca con un jugo de color naranja, guarda silencio mientras entrega el zumo, procurando no interrumpir.

—¿Sabe con está endulzado ese jugo de lechosa? Con miel de caña. Esa la preparo yo tradicionalmente, sin químicos. Tengo unas parcelas donde cosecho parchitas, caña de azúcar y arroz, próximamente. Con la crisis retomé eso.

Pintar una cultura

«En mi infancia quedé marcado con una imagen: vi una señora haciendo lo que llaman la oración del tabaco. Era una mujer que mientras rezaba, fumaba tabaco y se palmeaba el pubis, estaba en puro blúmer. Yo no sabía para ese entonces que iba a ser pintor, pero un día recordando la escena terminé llevándola al óleo», expresa el artista.

Arturo Chourio se define como costumbrista. Su interés primordial es el folclor. Habla de la pintura como una crónica pictórica. Para él, la unidad de los pueblos del Sur del Lago es el chimbangle, una manifestación que los unifica. Desde su perspectiva, crea una bifurcación entre lo religioso y lo folclórico: no clama devoción por San Benito, pero asume que la celebración del santo es solemne para él.

—En el liceo conocí a uno de los mejores pintores de Venezuela, maracucho, por cierto: Henry Bermúdez, que trabajaba en aquella época en Bobures. Yo me interesé en estar en el club de artes plásticas, pero llegué ahí por una ahijada de mi papá que vivía con nosotros y veía que yo pintaba, pero no le mostraba mis pinturas a nadie. Un día ella agarró un cuadro y se lo llevó al profesor, creo que le debo eso, —sonríe—. Ese club lo integrábamos tres personas, preparábamos los lienzos con lo que quedaba de la escenografía de un grupo de teatro que había en Bobures llamado Apocalipsis. Para aquel tiempo el movimiento cultural era bueno, llegó a venir José Ignacio Cabrujas a uno de esos actos; luego, por casualidad, conocí a Pedro León Zapata comiendo pescado con Henry—
Para el pintor de risa peculiar las demostraciones culturales son identidad, habla de los pequeños pueblos como nichos donde hay más claridad y originalidad en las tradiciones, y, del Sur del Lago, él es un testimoniante.

 

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La presente entrevista pertenece a la decimocuarta edición de la revista cultural Tinta Libre, publicada el 27 de enero de 2016.

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