El diario plural del Zulia

Yldefonso Finol// La Batalla de Ibarra

El 17 de julio de 1823 El Libertador Simón Bolívar dirigió personalmente esta operación militar que salvó a la ciudad de Quito –una vez más- de ser tomada por los belicosos realistas de Pasto, que venían con sed de venganza después que su Comandante Basilio García se vio obligado a capitular ante Bolívar tras el costoso triunfo patriota en Bomboná, y aún después que Sucre tuvo que acudir –por orden de Bolívar- en diciembre de 1822 a pacificar la ciudad que se había vuelto a rebelar a favor de la monarquía española, esta vez encabezada por Benito Boves y Agustín Agualongo, sanguinarios y empedernidos fanáticos del dominio colonial.      

Dice Marc Bloch, en su “Apología para la historia o el oficio de historiador”, que “el pasado es, por definición, algo dado que ya no será modificado por nada. Pero el conocimiento del pasado es una cosa en progreso que no deja de transformarse y perfeccionarse”; traigo la cita a colación, porque de aquellos sucesos de la Guerra de Independencia en la región pastusa se han tejido toda clase de mitos antibolivarianos, al punto de haberse forjado una leyenda que la historiografía positivista llama “Navidad Negra”, coincidiendo con el calificativo racista con el que los colonialistas pretendieron descalificar las denuncias de fray Bartolomé de Las Casas sobre el genocidio causado por la Conquista europea de nuestro continente.

El maestro Acosta Saignes enseña que el rol del historiador no es para servir banquetes de deseos a la carta, para complacer subjetividades, porque la Historia “no es lo que hubiera podido ocurrir sino lo inexorablemente sucedido, imborrable en los anales de la humanidad”.

Por eso para hablar de la Batalla de Ibarra y de la liberación de las actuales repúblicas de Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia, tenemos que releer sobre la Batalla de Bomboná y la Capitulación de Basilio García.

Dejemos que sea el propio Libertador quien nos ilustre en este asunto tan trascendental para el desenlace final de la contienda que ya cumplía doce años contra el Imperio que llevaba trescientos veinte años sojuzgándonos: “Es por última vez que dirijo a Vuestra Señoría palabras de paz. Muchos pasos he dado para evitar a Usted, a esa guarnición y al desgraciado pueblo de Pasto, todos los horrores de la guerra; pero la medida de la obstinación ha llegado a su colmo, y es necesario, o que Usted, esa guarnición y el pueblo de Pasto entren por una capitulación honrosa, útil y agradable, o que se preparen a vencer o morir.

Nosotros tenemos derechos para vindicar las infracciones que hicieron en el armisticio de Trujillo; tenemos derecho para tomar represalias por el asesinato cometido contra el teniente coronel Simón Muñoz, ordenado por Usted, aconsejado por sus consejeros y cubierta con la más infame hipocresía por algunos jefes y oficiales de esa guarnición, no permitiendo siquiera que exhumase su cadáver para que se enterrase en sagrado, por ser excomulgado, como lo ordenó don Miguel Retamal. La muerte de ese individuo está tan calificada, que ya Usted no tiene poder ni aun para destruir a todos los testigos del caso. Tenemos derecho para vengar el asesinato de nuestro hospital de Miraflores. La muerte de nuestros enfermos en la Cuchilla del Tampo, el capitán Ledesma y tres más de sus compañeros, asesinados después de rendidos; el asesinato vil y atroz de muchos de nuestros retrasados y enfermos que hemos visto atados a árboles y decapitados. Tenemos derecho para tratar a todo el pueblo de Pasto como prisioneros de guerra, porque todo él, sin excepción de una persona, nos hace la guerra, y para confiscarles todos sus bienes como pertenecientes a enemigos. Tenemos, en fin, derecho a tratar a esa guarnición con el último rigor de la guerra, y al pueblo para confinarlo en prisiones estrechas, como prisionero de guerra, en las plazas fuertes marítimas, y todo ese territorio secuestrado por cuenta del fisco… Si Usted lo que desea es esta suerte a las tropas y pueblos de su mando, bien puede contar con ella; y si Vuestra Señoría quiere evitar una catástrofe semejante, tiene que reconquistar a Colombia, o someterse a una capitulación.”

Como pueden ver en esta carta del Libertador del 23 de mayo de 1822 al Coronel Basilio García, jefe de las fanáticas fuerzas españolas de Pasto, contra las cuales se libró el 7 de abril la Batalla de Bomboná (con numerosas bajas patriotas, pero que rompió el muro inexpugnable hasta ese día del realismo pastuso, e impidió que dichas fuerzas acudiesen a frustrar la liberación de Quito por Sucre en la Batalla de Pichincha), los desmanes cometidos por los monárquicos contra tropas enfermas, heridas y presas, le otorgaban al ejército patriota el derecho de defensa con proporcional violencia, pero la magnanimidad bolivariana tendía un puente de paz para evitar males mayores, toda vez que en este momento la superioridad bélica del Ejército Libertador se hacía sentir como poder disuasivo contundente.

Recordemos que este Basilio García, como muchos de los oficiales españoles de su generación que quedaban dando guerra, fue de los que llegaron con Pablo Morillo, acostumbrados a cometer todas las atrocidades inimaginables con las que azolaron la Nueva Granada desde 1815, cuando impusieron la supuesta “Pacificación” asesinando, robando y ultrajando sin piedad las poblaciones a su paso, comenzando por la Heroica Cartagena de la que sólo lograron salvarse los que emigraron en barcos hacia las islas caribeñas.

Los términos de la Capitulación eran más que justos, generosos:   “Primero: Indemnizados de todo cargo y responsabilidad aquellos contra los cuales tenemos ultrajes que reclamar. Segundo: Las tropas que quieran volver al territorio español serán remitidas con sus bagajes y propiedades donde quiera que gusten ir. Tercero: El pueblo de Pasto será tratado como el más favorecido de la República, y no pondremos ni guarnición siquiera si entrega sus armas y se restituye a una vida pasiva. Cuarto: El pueblo de Pasto tendrá los mismos privilegios que el de la capital de la república en todos los derechos respectivos. Quinto: Los españoles, sean militares o civiles, si quieren jurar fidelidad al gobierno de Colombia, serán colombianos, conservándoles sus empleos y propiedades. Estas generosas ofertas son las mismas que el Gobierno de Colombia ha hecho a sus enemigos desde la feliz transformación del gobierno español, y es bien sabido que las ha cumplido religiosamente.”

Nótese que la oferta se hace imperdible con el ultimátum que lleva implícito. El Comandante de Pasto acepta la Capitulación y cede la plaza el 6 de junio de 1822. Dos días después Bolívar entró en Pasto.

Voces derechistas muy activas en el internet junto a la transnacional mediática antibolivariana, todavía escriben que Bolívar fue derrotado en Bomboná. Sería muy extraño que dijesen la verdad, pero más extraño aún que el “vencedor” (según esas versiones mal intencionadas) sea quien capitule y se marche a su país de origen para siempre.

Pero ya en septiembre los reductos realistas liderados por el teniente coronel Benito Remigio Boves (dicen que sobrino del José Tomás), se rebelan y apoderan de nuevo de la zona de Los Pastos, causando daños a las pequeñas guarniciones republicanas y apoderándose de pertrechos hasta formar una fuerza significativa que se enseñorea con la ciudad. Es entonces que El Libertador, pasados apenas un par de meses de la entrevista con San Martín, preocupado por los estratégicos asuntos del Perú, envía a Sucre a sofocar la reciente inestabilidad surgida en Pasto. Y como era su costumbre, cumplió la misión con brillante exactitud. Sólo la mezquindad del santanderismo que se apoderó de Colombia tras la muerte del Libertador, pudo poner a rodar la canalla leyenda “Navidad Negra”, para mancillar la memoria del inmaculado Mariscal de Ayacucho.

Fíjense si no será propaganda sucia esa monstruosa mentira, que hasta la han usado como excusa justificadora del asesinato cobarde contra el Mártir de la Libertad Suramericana, el cumanés Antonio José de Sucre.

Ahora les pido me perdonen que manche estas páginas para mostrarles una prueba incontrastable de lo que estoy afirmando; el mismísimo organizador de aquél crimen atroz, la pútrida histórica de José María Obando, explayándose en rumiar la calumnia con sus bestiales fauces: “No sé cómo pudo caber en un hombre tan moral, humano e ilustrado como el General Sucre, la medida altamente impolítica y sobremanera cruel, de entregar aquella ciudad, a muchos días de saqueo, de asesinatos y de cuanta iniquidad es capaz la licencia armada: las puertas de los domicilios se abrían con la explosión de los fusiles para matar al propietario, al padre, a la esposa, al hermano y hacerse dueño el brutal soldado de las propiedades, de las hijas, de las hermanas, de las esposas; hubo madre que en su despecho saliese a la calle llevando a su hija de la mano para entregarla a un soldado blanco, antes que otro negro dispusiese de su inocencia: los templos llenos de depósitos y de refugiadas, fueron también asaltados y saqueados; la decencia se resiste a referir por menor tantos actos de inmoralidad ejecutados en un pueblo entero que de boca en boca ha trasmitido sus quejas a la posteridad.” (Apuntamientos para la historia, Lima, 1842)

Son las palabras del asesino de Sucre, el tránsfuga que fue realista hasta 1822, y se infiltró en las filas independentistas para hacer daño desde dentro; esclavista (es notorio su racismo en la bazofia precitada), terrófago explotador de indígenas, megalómano, y traidor de Colombia que conspiró con oligarcas limeños y quiteños para desmembrar el país.

¿Quién podría creerle a Judas semejantes calumnias contra Jesús? Algunas historiografías señalan a los coroneles Hermógenes Maza y José María Córdoba de cometer abusos en medio de la retoma de Pasto, y que el general Sucre ordenó moderar los ánimos y mantener una conducta recta; cualquier persona medianamente informada en temas de nuestra Historia Patria, sabe que Sucre es uno de los autores del Tratado de Regularización de la Guerra de 1820, precursor del Derecho Internacional Humanitario, y un hombre de talante diplomático pleno de virtudes, lo que le granjeó la admiración y el afecto de todos sus coetáneos. Menos, claro está, de los envidiosos e intrigantes que nunca faltan.    

II

Año de 1823. Bolívar estaba en Guayaquil pendiente del Perú; ya había enviado a Sucre con parte del Ejército. Esta noticia la conocieron los testarudos realistas de Pasto que no habían aprendido ni de la magnanimidad de la Capitulación post Bomboná, ni del jalón de orejas que les dio Sucre en diciembre de 1822. Pues se alzaron otra vez, con los coroneles Estanislao Merchán Cano y Agustín Agualongo, como jefes político y militar respectivamente.

Estos insurrectos lograron vencer en un choque al General Juan José Flores, lo que prendió las alarmas porque de seguro esa victoria pírrica los animaría a intentar más tropelías contrarrevolucionarias.

Enterado Bolívar de la impertinente conducta de estos nostálgicos de la Colonia, tuvo que suspender algunos preparativos referentes a la liberación del Perú; reunió la tropa que le quedaba en Guayaquil, mandó a Salom para que reuniera todas las milicias que fuese posible para defender a Quito que por entonces carecía de una guarnición con suficiente fuerza para contener un ataque de esta índole.

La batalla debía darse en las condiciones más favorables para la Patria, toda vez que en los combates antes, durante y después de Bomboná, la experiencia indicaba que el terreno jugó en pro del enemigo, que sabía aprovechar al máximo su carácter montañés y la inutilización de la caballería. La táctica correcta debía aplicarse atrayendo al enemigo hacia un campo más llano. En este aspecto la arrogancia de los jefes realistas contribuyó mucho a su fracaso estrepitoso, puesto que creyendo desguarnecida a Quito quisieron seguir hasta reconquistarla. En el camino, debían pasar por tierras planas, y allí les preparó Bolívar el epílogo de aquella confrontación que estaba latente desde el 7 de abril de 1822 en las faldas del volcán Galeras.  

Merece especial mención la diversión ordenada por El Libertador al General Bartolomé Salom, quien, marchando a encontrarse con los enemigos, dio un giro de repliegue hacia Quito, suculenta carnada en el anzuelo que las pirañas no tardaron en embestir. El parte de esa batalla da méritos especiales al valor y tino de la conducción que este General derrochó en su proceder.

El Libertador sólo logró reunir unos mil quinientos soldados, de los cuales una cuarta parte se consideraba con experiencia, el resto eran reclutas y milicias de los pueblos vecinos de Quito. Pero bien lo enseña el Arte de la Guerra, el General ya conocía esos caminos, conocía la soberbia del enemigo, y tenía con él la doctrina, esa poderosa energía creadora, que hacía que los hombres le siguieran con confianza y convicción.  

Vicente Lecuna, en su obra Bolívar y el arte militar, resume así la contienda: “Cuando ya los pastusos se habían esparcido por esos lugares, el Libertador entrando el 17 de julio de 1823 por la pica desusada de Cochicaranqui, los sorprendió y aunque se reunieron y opusieron resistencia fueron batidos y destrozados por la caballería, favorecida por la naturaleza del terreno. El desquite por los destrozos de Bomboná fue completo: en el suelo quedaron 550 muertos y 120 heridos de los realistas.”

En el parte de guerra se informa que los patriotas tuvieron trece muertos y ocho heridos.

Los enemigos del Proyecto Bolivariano, escamotean por supuesto las dotes militares del Libertador, en este caso concreto, borrando de la “historia” oficial quiteña, neogranadina y peruana la Batalla de Ibarra, y si se la menciona lo hacen con el remoquete de “masacre”, como si no hubiese sido un combate buscado por las fuerzas armadas del imperio que convirtió en esclavos y siervos a los herederos del Tahuantinsuyo, y exterminó a sesenta millones de seres humanos en la invasión inaugurada el 12 de octubre de 1492.

Sin esa victoria del Ejército Bolivariano no habría repúblicas soberanas en este continente de Abya Yala.

¡Honor y Gloria a los héroes y mártires de la Gesta Independentista!

Yldefonso Finol

Economista e Historiador Bolivariano

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