El diario plural del Zulia

Valmore Muñoz Arteaga | Hesnor Rivera

Hesnor Rivera es la figura más alta de la poesía zuliana, no solo por haber tejido una obra poética sólida, con firmes raíces en la artesanía de la palabra, de la imagen y del símbolo, sino por ser producto de una de las conciencias más claras del hacer poético y del abandono a los misterios de una estética personal. Una estética que bebió de una mirada contemplativa sobre la belleza descubierta en el asombro, siempre despierto, vivo e inquieto; descubierta en los enigmas que gravitan en el corazón de las cosas y en todo el cosmos. Asombro que devoraba a mordiscos sus entrañas y que nunca buscó enaltecer las ceremonias antiguas, ni la sordera de los árboles que aprendieron a deletrear con un lenguaje arquitecto de rituales que ayudan a trascender con su propia luz y verdad.

Su poesía, pero más que su poesía, el aliento con que aprendió a zurcir su existencia, trajo siempre entre las manos agua de lugares lejanos, alguna confesión, alguna sombra, bajo la cual se puede comprender el acuerdo entre los sentidos y el espíritu. Las imágenes de sus poemas nos lanzan ramas de pieles furiosas en cuyas comisuras, silenciosas y espesas, acariciamos la certeza de que todo esto es verdad, de que tenemos la conciencia de ser poseedores de facultades talladas en lo profundo de nuestro yo. Facultades que quedan colmadas de vaporosos instantes y sueños que brindan rubor al placer por la belleza. Sueños, en las paredes de sus sueños, queda el testimonio de los gritos del desvelo, de cierta zona en la memoria que le repetía la identidad de su doble soledad, las historias inventadas, transidas por el fuego, de una confesión misteriosa de quien siempre estuvo ausente.

Cada verso es un goce estético, fusión de lo sensible y lo inteligible, un riesgo, una herida abierta que sangra con la misma tinta con la que Kant amasó la convicción de definir lo bello como armonía de la imaginación y el intelecto. Cada verso es un testimonio existencial, una experiencia de plenitud vital y humana (demasiado humana), milagroso acuerdo del sentido y del espíritu, donde aprendió a adquirir una oscura certidumbre de que esa fusión prodigiosa de la carne y de la mente, entraña un sendero donde la hospitalidad de lo sugerido abre sus labios para hacer escapar un gemido donde descansa alegre la belleza.

Ese gemido, donde buscaba conservar la pendiente de la piel del deseo, era aquel visitante solo que solía atender de memoria ciertas mañanas. Entre los linderos nocturnos de las metáforas, Hesnor y el visitante, dialogaban sobre el árbol de los náufragos, las ceremonias del mal tiempo, sobre una mujer, aquella ya lejana que amaba hacer el amor, tendida sobre el tiempo con el cuerpo iluminado por la derecha y el alma humedecida por la izquierda. Las metáforas que anidaron en su corazón una madrugada, entre cervezas y rocolas de todos los bares de la ciudad, le sugirieron todas las rutas hacia el enigma de la poesía. Y cada una de ellas le susurró al oído lo mismo: la poesía no es algo extraño y suele acechar a la vuelta de cada esquina. Es una voz, una sola, una misma voz con la que buscamos la poesía y la vida. A Borges le ocurrió lo mismo, pero muy lejos del Piel Roja.

El bar Piel Roja. Aquí me detengo unos minutos. Desde la puerta puedo respirar su aliento a nicotina, a cerveza caliente y a humedad rancia y viscosa. No entro, pero desde aquí puedo ver una larga fila de personas que preguntan por Hesnor. Nadie responde. Solo se escuchan sus voces que se agolpan una sobre otra. Nadie responde. Allí no hay nadie. Allí no está Hesnor. Quizás nunca estuvo. Hesnor está en sus libros, en sus papeles, como perro sin dueño, atado de manos a la anécdota sospechosa que no concierne al bosque que respira detrás de cada palabra. Que no sabe del acoso de las cosas, ni de cómo tocar las puertas del enigma, mucho menos de las mujeres que lo amaron y de seguro han muerto.

Hesnor Rivera, el poeta que fue Apocalipsis, trascendió y no nos dimos cuenta. Perdimos de vista su lenguaje, transición entre el amor y la muerte, su lenguaje (porque hubo un lenguaje hesnoriano). Tuvo un lenguaje con su gramática. Tuvo un lenguaje, y ese fue su dasein heideggeriano, donde el ser se implica en el hombre y el hombre se complica en el ser. Lenguaje historia. Lenguaje verdad. Lenguaje poesía. Lenguaje mito-logía, la cual, según Ortiz-Osés, engarza tanto el mito como el logos, Dioniso y Apolo, la pasión y la razón. Lenguaje alucinado donde se alcanza el remedio entre lo real y lo surreal, la presencia y la ausencia. Gramática alucinada donde las aguas de los ángeles y los demonios andan sueltas, convenciéndonos de que la vida y la muerte son apenas acontecimientos que logran amenizar la tarde.

Como transeúnte del fuego, Hesnor no fue un santo, pero seguramente habría abrazado aquello que San Ignacio de Loyola plasmó en sus Ejercicios Espirituales: “no el mucho saber harta y satisface el ánima, sino el sentir y el gustar las cosas internamente”. Eso, no me cabe duda, lo aprendió de sus antepasados, los marinos: gustar las cosas internamente. Y al afirmar tal cosa no me refiero a que Hesnor disfrutaba de las cosas en su interior. Eso se da por cierto. Me refiero a algo más radical: Hesnor disfrutaba de las cosas en el interior de las cosas mismas. Su corazón, y el corazón de su corazón, estaban tiernamente imantados irremediablemente hacia ellas. No solo cantaba la caricia sobre la espalda de Silvia. Todo él iba envuelto en la fragancia de la caricia, pero también era la espalda desnuda y sedosa, donde se dejaba caer hacia sí mismo, tratando de equilibrar el candor de los animales y el secreto de la humildad deshojada por los místicos. Su vocación poética le trazó límites infinitos entre lo angelical y lo infernal. Allí podía uno descubrirlo viendo llover sobre los extremos.

Aquí me detengo, mientras la guitarra eleva la antigüedad de sus cauces, mientras mis sentidos caen como antorchas entre los hambrientos fantasmas, mientras Hesnor vuelve a hacerse invisible. Me detengo al otro lado de la memoria para volver. De este lado, como todos saben, la música tiene un olor de llamas y la noche, siempre la noche, abre las compuertas de los paseos amorosos. El llanto pesado de la oficina apenas se escucha. Hay que volver. Siempre hay que volver y hay que hacerlo en su momento, ya que se corre el riesgo de desaparecer en la voracidad de sus túneles hambrientos para siempre. Paz y Bien

 

Lea también
Comentarios
Cargando...