El diario plural del Zulia

El país vacío, por Luis Vicente León

Habíamos dicho que en el 2016 extrañaríamos el 2015, pero no me imaginaba que fuera tan pronto. La situación del país es dramática y lo más angustiante es que el gobierno responde con catorce motores sin luz y en dirección contraria.

El Presidente ha dicho que no se preocupen por los dólares, porque dólares no hay. Sólo le faltó recordar que luego de la destrucción de la capacidad productiva que el modelo de control e intervención generó, sin dólares tampoco hay medicinas, ni leche, ni azúcar, ni aceite, ni harina, ni materias primas, ni maquinarias, ni repuestos, ni Internet, ni roaming, ni embalses, ni plantas de electricidad y de todo eso, compañero, si que nos vamos a preocupar.

Lo que no ha dicho tampoco el gobierno es que la inflación en el 2016 supera con creces la del año anterior, que la producción va en caída libre, que la escasez en la ciudad de Caracas es record histórico y motivo de una película de Oscar, dentro de unos años cuando todo esto no sea más que una pesadilla del pasado y la gente no entienda como pudimos llegar aquí.

No es necesario tener los datos oficiales del BCV para dimensionar la crisis. La crisis no ocurre en un reporte frío, usualmente endulzado y lleno de justificaciones “creativas” y culpables imaginarios. Pasa en la vida cotidiana. Entra en la casa, el apartamento y el ranchito de la gente de verdad verdad.

Es Karina, la que tiene que escaparse del trabajo, el día que la cédula le permite comprar productos regulados, haciendo una cola gigante para buscar leche para su bebé, sabiendo por cierto que se tendrá que brincar después la etapa de las compotas porque las plantas que las han hecho toda la vida (y con las que hemos sido criados todos los venezolanos) ya no las produce más porque le deben a cada santo una vela y el gobierno no paga. No hablemos de que la misma Karina tiene que hacer magia para buscar pastillas que le permitan evitar que venga otro bebé, sin leche y sin Nenerina.

Es Yasmina, que tiene que enfrentar la vida, difícil y roída, en un barrio donde lo que único que no falta son los malandros que la amenazan a ella y a sus hijos cuando suben a diario las escaleras infinitas que separan la ciudad del infierno en el que se ha convertido su realidad.

Es Luz Marina, que no tiene luz, ni agua y a veces siente que tampoco vida.

Es Ana, que para conseguir harina, café y papel tualé, paga veinte veces el precio regulado a un rebachaquero, que no hace cola, sino que le compra al bachaquero primario y le cobra una comisión por llevárselo a su casa y ahorrarle los riesgos de acercarse a las zonas rojas de mercado negro, arriesgándose a ser atracada o secuestrada o perder su carro en el intento.

Es José que ya no sabe que hacer porque su sueldo se pulveriza frente a una inflación galopante, que él no lee sino vive cuando su mujer o él van al abasto y lo que hace una semana le costaba 100
hoy le cuesta 150 y mañana 200 y pasado 300, mientras su patrono a duras penas le aumenta el sueldo, por cierto, sin que el negocio le dé, porque hace rato que no puede producir… y José lo ve.

Es Agustín, el pobre Agustín, que ha dado más vueltas por Porlamar que la tierra alrededor del sol, buscando en cada farmacia un antibiótico urgente para María, que está varada en un hospital donde no hay nada y el médico le advirtió que sin esa medicina...

Es Lucía, que ha llorado todo el día porque bajó a Maiquetía y despidió a su último tesoro, con sus dos tesoritos, con los que se completa todos… y se queda vacía.

Y soy yo, Luis Vicente, que hago un esfuerzo gigante por convencerme,
día a día, que mi esposa no tiene razón.

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