El diario plural del Zulia

El juego de los caballos, por Dr. Ángel Rafael Lombardi

El título de este artículo es tomado de un libro del español Fernando Savater publicado en 1995. Luego Savater, un aficionado total al hipismo, publicaría A caballo entre milenios (2001) donde se dio el mejor regalo así mismo, un auténtico sueño de marajá: visitar los mejores hipódromos del mundo para presenciar en cada uno de ellos, durante el año 2000, los clásicos más afamados. Más luego, el mismo Savater, publicaría en 2008 una novela de intriga, ambientada en el mundo hípico, sobre los secretos para dar con los caballos ganadores: La hermandad de la buena suerte (2008). La conclusión es desalentadora, pero permite mantener el misterio, y sobre todo el reto a la incertidumbre como atractivo esencial para el jugador de carreras de caballos: no hay ciencia hípica posible.

El juego termina derivando en ludopatía auto-destructiva con las secuelas inevitables hacia los entornos más cercanos de la víctima de este mal. El ludópata entrega su voluntad y psicología a un deseo irrefrenable por jugar  y apostar. Desde Savater llegamos hasta el gran Dostoievski (1821-1881) y su novela: El jugador (1867) dónde el juego en la ruleta dicta las pautas de una familia rusa aristocrática venida a menos y que trata de reverdecer pasadas glorias desde la oportunidad mágica de conseguir un gran golpe de la buena suerte. Como casi siempre ocurre: “La casa pierde y se ríe”, es decir, quienes recogen las apuestas tienen el sartén tomado por el mango.

¿Por qué jugamos? Hay muchas respuestas. Me atrevo aventurar una: para huir del hastío de una existencia sin norte; para sacudir una conciencia adormecida por rutinas retorcidas de la que queremos escapar. Hoy, en la Venezuela de 2017, donde la crisis económica se ha profundizado a niveles insospechados, el juego y las apuestas, han crecido. Uslar Pietri (1906-2001), se refería décadas atrás, sobre Venezuela, como un gran garito.

La mayoría de los jugadores va en búsqueda de una salida fácil a unos problemas de la existencia que por las vías racionales somos incapaces de resolver. Sí usted agrega al juego y a la apuesta compulsiva el alcohol ya puede darse por satisfecho como el rey de la mundanidad y un miembro del club de los perdedores sin causa. En descargo de los compañeros de las tascas hípicas venezolanas, hoy, ya solo se juega, porque beber sólo se puede hacer ocasionalmente cuando se logra acertar a un ganador. En la IV República el negocio hípico era tan próspero que le regalaban la comida y la cerveza a los jugadores, desde el más humilde hasta el más rico.

Como en toda “Revolución” la pacatería es una forma de hipocresía. Los casinos fueron mandados a cerrar en la Venezuela chavista aunque existan los clandestinos por millares. Estas medidas restrictivas al espectáculo hípico que se compartía con toda la familia han sido sustituidas por la compulsiva asistencia a los centros hípicos con señal de televisión cerrada. Dice Johan Huizinga (1872-1945) en un libro clásico: Homo ludens (1938) que el juego es una  actividad de la cultura por excelencia, y que bien entendido, hasta ayuda al progreso social. En nuestro medio el juego de los caballos y otras especies, sin regulaciones serias que se precien, está condenado a contribuir a la miseria de sus ejecutantes más allá de todo el romanticismo y mitología que queramos ponerle. Y volvemos a Bukovski como reflejo de millones de venezolanos que ponen sus esperanzas de sobrevivencia en el juego, ya sea con la hoy muy popular lotería zoológica, y la misma pasión hípica. “Traté de ganarme la vida con las carreras de caballos por un tiempo. Es doloroso. Es vigorizante. Todo está al límite, el alquiler, todo. Pero uno tiende a ser cuidadoso. Una vez estaba sentado en una curva. Había doce caballos en la carrera y estaban todos amontonados. Parecía un gran ataque. Todo lo que veía era esos grandes culos de caballo subiendo y bajando. Parecían salvajes. Miré esos culos de caballos y pensé: ‘Esto es una locura total’. Pero hay otros días en los que ganás cuatrocientos o quinientos dólares, ganás ocho o nueve carreras al hilo, y te sentís Dios, como si lo supieras todo. Y todo queda en su lugar”.

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