El diario plural del Zulia

Aníbal Romero | Los siete pilares de la sabiduría, por Thomas Edward Lawrence, “de Arabia”

No es fácil hacer justicia a este libro extraordinario, una obra que constituye un logro culminante del género autobiográfico moderno, y mucho más. Hace décadas vi la conocida película sobre Lawrence y su gesta, dirigida por David Lean y protagonizada en el rol principal por Peter O’Toole; pero sólo fue después, cuando llegué en 1971 a estudiar a Inglaterra por primera vez, que me topé con el libro de T. E. Lawrence y lo leí con avidez. Desde entonces he procurado que me acompañe como lectura recurrente.

Se trata de una obra ambiciosa en sus propósitos y literariamente muy hermosa, que a pesar de la amplia gama de temas que cubre va a fondo sobre varios aspectos clave. Pienso que Los siete pilares de la sabiduría debería ser clasificada como una épica moderna, con la peculiaridad de que Lawrence fue un héroe reticente, diferente en este y otros puntos a los héroes de la épica griega. De hecho, en su obra Lawrence declara que “el modo épico me era tan ajeno como a mi generación”, una generación desencantada, cuya participación en la Primera Guerra Mundial acabó por matarle de manera definitiva numerosas ilusiones. Y sin embargo, pocos párrafos en la literatura expresan con mayor fuerza el ethos épico que el siguiente, ubicado en la Introducción del libro: “Todos los hombres sueñan, pero no todos lo hacen del mismo modo. Aquéllos que sueñan de noche en las polvorientas recámaras de sus mentes se despiertan de día para darse cuenta de que todo era vanidad; pero los soñadores diurnos son peligrosos, ya que ejecutan sus sueños con los ojos abiertos, para hacerlos posibles".

El título de la obra proviene de la Biblia, en concreto del libro de los Proverbios (IX, 1), donde leemos que “La Sabiduría se ha edificado una casa: Ha labrado sus siete pilares”. Es un título estupendo y atractivo, pues resulta intrigante e invita a descubrir de qué trata la obra. Al final, no queda totalmente claro el vínculo del título con los contenidos específicos del libro, aunque el asunto se presta a diversas interpretaciones. Lawrence lo escribió entre 1919 y 1922, confrontando en el proceso de redacción diversos incidentes y sobresaltos. Se hicieron dos ediciones privadas de la obra en 1922 y 1926, y la primigenia edición comercial es de 1935, publicada poco después de la muerte de Lawrence en un accidente de motocicleta en Inglaterra.

Ostensiblemente la obra narra las vicisitudes del autor y el curso de la llamada “rebelión árabe” entre 1917 y 1918, dos años de guerra que Lawrence analiza mediante un prolijo relato, que abarca más de 900 páginas en la edición española que ahora utilizo para las citas. Digo “ostensiblemente” ya que el libro es también la exposición de una aventura interior, de un periplo espiritual tan intenso como atormentado. Dicha aventura interior tuvo que ver con los cambios experimentados por Lawrence en contacto con un ámbito cultural diferente, a los hallazgos que realizó acerca de su ser íntimo, y a la aflicción que le suscitaba su conflicto de lealtades, pues Lawrence era un agente del gobierno británico que “servía a dos señores”: “Yo era un oficial de Allenby (Mariscal de Campo y comandante de las tropas británicas destacadas en el mundo árabe), y un hombre de su confianza. Era a la vez consejero de Feisal (entonces un destacado líder árabe), y Feisal confiaba en la honestidad y competencia de mis consejos hasta el punto de aceptarlos generalmente sin discusión. Y sin embargo, ni podía explicar a Allenby toda la situación árabe, ni revelar a Feisal la totalidad del plan británico”. A este asunto volveré luego.

En las notas que siguen comentaré algunos aspectos de la obra que considero de interés.

En primer término, Los siete pilares de la sabiduría articula una reflexión sobre la guerra, pero de un tipo de guerra muy particular, una versión de la guerra de guerrillas o –como el mismo Lawrence la define—una especie de guerra naval, que no se realizó en las aguas de los mares sino sobre las arenas del desierto. Lawrence fue capaz de desarrollar una estrategia y una táctica ajustadas a las características del medio ambiente donde actuó, así como de los individuos junto a los que luchó. De igual modo que las guerrillas de otras partes del planeta, los rebeldes árabes se aferraban a la movilidad y la astucia. Era también un tipo de guerra adecuada a los rasgos del enemigo al que enfrentaban, es decir, el tambaleante imperio turco y su ejército en Arabia, un ejército forzado por las circunstancias y la naturaleza de su misión a realizar una guerra estática y de escasa imaginación.

Turquía, indica Lawrence, “estaba muriendo de agotamiento” luego de cinco siglos de dominación en las tierras árabes. El esfuerzo por resguardar con eficacia esos inmensos espacios requería una inversión en soldados, armamentos y otros suministros que excedía los recursos y posibilidades de un imperio en decadencia. Ante este panorama, escribe Lawrence, “La nuestra podía ser la guerra de distancias. Podíamos contener al enemigo mediante la silente amenaza de un vasto desierto desconocido, sin mostrarnos hasta el momento de atacar”. Las guerrillas del desierto se cuidaban de no enfrentar masas de soldados enemigos, que les superaban en términos de armamento, y de concentrarse más bien en sus comunicaciones, aislando sus diversos contingentes, amenazando desde las sombras sus ciudades y manteniéndoles dispersos.  En tal sentido, como ya afirmé, la obra ofrece una lúcida descripción de una forma de guerra  que pocas veces ha sido objeto de tan originales consideraciones.

En segundo lugar, el libro es una indagación acerca del proceso de interacción entre dos culturas. Un logro fundamental de Lawrence fue ganarse el respeto de los árabes, más específicamente de los beduinos del desierto y algunos de sus más notables líderes. Pudo hacerlo a pesar de que confiesa que “…el esfuerzo de estos años por vivir y vestir como los árabes, e imitar sus fundamentos mentales, me despojó de mi yo inglés, y me permitió observarme y observar a Occidente con otros ojos: todo me lo destruyeron. Y al mismo tiempo no pude meterme sinceramente en la piel de los árabes: todo era pura afectación. Fácilmente puede convertirse uno en infiel, pero difícilmente llega uno a convertirse a otra fe”. Cabe señalar que en ciertos sentidos Lawrence era un británico atípico, que combinaba la excentricidad creativa de sus raíces con una severa tendencia a la introspección. Su orgullo estaba atemperado por una fuerte vena crítica y un compromiso más personal que político hacia la causa de la libertad e independencia árabes.

No era Lawrence un advenedizo, en el sentido que desde sus tiempos de estudiante en Oxford se había entregado al estudio del ámbito geográfico y cultural en el que más tarde se desempeñó: “Había pasado muchos años recorriendo de un lado para otro el oriente semita antes de la guerra, aprendiendo las costumbres de los campesinos de las tribus y gentes de la ciudad de Siria y Mesopotamia. Mi pobreza me había obligado a mezclarme con las clases más humildes, aquéllas con las que raramente entran en contacto los viajeros europeos, de modo que mis experiencias me proporcionaron un punto de vista inusitado, que me capacitó para comprender y poder visualizar tanto a la gran masa como a aquéllos ilustrados cuya opinión es de peso…para el mañana”. Las observaciones que realiza acerca de los beduinos del desierto en el capítulo III del libro, por ejemplo, tienen gran interés y están expresadas con distinguida fuerza literaria: “Siendo el menos mórbido de todos los pueblos, habían aceptado el don de la vida como algo incuestionable y axiomático. Se trataba para ellos de algo inevitable, un usufructo situado más allá de cualquier control. El suicidio era algo impensable, y la muerte no causaba pena…Sus convicciones eran instintivas, sus actividades, intuitivas. Sus más importantes inventos eran las creencias…” No puedo pronunciarme acerca de la exactitud de los párrafos que a lo largo del libro Lawrence dedica a la cultura árabe, en concreto a las vidas, mentalidad y costumbres beduinas, ya que carezco de los conocimientos adecuados para ello. Pero sí puedo decir que estas secciones tienen excepcional calidad literaria y responden a un esfuerzo riguroso de penetración psicológica.

En tercer lugar, Los siete pilares de la sabiduría dibujan un maravilloso fresco del medio natural en que tuvo lugar la aventura narrada. El desierto y sus sorpresas, retos y misterios es el telón de fondo en el que actúan hombres y animales, entre estos últimos y de manera primordial el camello, al que Lawrence se refiere como “esa intrincada y poderosa obra de la naturaleza”. El libro es un manual sobre la enorme importancia del agua y el privilegio que representa tener acceso a ella en un estado puro y grato. Lawrence habla del agua con veneración, pues en el desierto, en los esporádicos pozos y oasis existentes, el agua puede ser “impura” o “salobre” u “opaca” (“con un gusto entre salitre y amonio”), pero también y ocasionalmente puede ser “deliciosa”. De su lado, la sed “es una enfermedad activa”, que a partir de cierto momento puede generar “un miedo y un pánico que desgarran el cerebro, y reducen a los más valientes a la condición de meros maníacos balbuceantes en cuestión de una o dos horas: luego el sol los mata”. En el desierto, desde luego, predomina un calor abrasador, pero también puede haber nieve y un frío aniquilador.

En cuarto lugar, Los siete pilares de la sabiduría trazan la ruta de una crisis personal. Lawrence cumplió treinta años en 1918, en plena campaña militar en el desierto. Para ese momento, la recompensa que ofrecían los turcos por su captura era de veinte mil libras de la época (diez mil si era entregado muerto), una suma impresionante. La figura de Lawrence, para los pocos que entonces tenían cierto conocimiento de lo que acontecía con la rebelión árabe, ya había adquirido ciertos visos legendarios. Lo que nadie sabía era que Lawrence actuaba sometido a un drama interior. Lawrence sabía que las maquinaciones y tratados secretos de las potencias occidentales, en particular Gran Bretaña y Francia, con respecto al Medio Oriente (“Asia Occidental”, en términos del autor), no concedían a las aspiraciones árabes la prometida viabilidad política, una vez que acabase la guerra: “La rebelión árabe –escribe—se había iniciado sobre falsos supuestos…De haber sido un consejero honrado, hubiera hecho volverse a casa a los árabes que estaban conmigo…Pero la inspiración del movimiento árabe era nuestro principal instrumento para ganar la guerra en Oriente. Así que les aseguré que Inglaterra guardaría su palabra, tanto en su letra como en su espíritu. Fue con esta confianza como realizaron sus mejores acciones; pero yo, por supuesto, en vez de sentirme orgulloso de lo que llevábamos a cabo juntos, me sentía continuamente avergonzado”.

Cada lector del libro debe llegar a sus propias conclusiones acerca del relato de Lawrence y el sentido de su culpa. Por mi parte, considero que Lawrence hizo todo lo que estuvo en sus manos para contrarrestar el engaño de las potencias occidentales hacia los árabes, engaño que sembró semillas que aún hoy están produciendo nefastas cosechas de sectarismo y muerte en esos lugares. La estrategia de Lawrence fue ésta: “En venganza, decidí hacer de la rebelión árabe la maquinaria de su propio éxito, así como el principal apoyo de nuestra campaña egipcia; y prometí conducirla tan brutalmente a la victoria final, que los resultados obligaran a las potencias a dar limpia satisfacción a las demandas morales de los árabes. Esto suponía que yo pudiera sobrevivir a la guerra, para conseguir ganar la ulterior batalla…” En función de tal estrategia, Lawrence se empeñó en conducir a Feisal y sus fuerzas hasta Damasco, hecho de gran poder simbólico, y se esforzó honorablemente en defender los intereses de sus compañeros de lucha en la posterior conferencia de paz. La realidad de que sus acciones no tuvieran el éxito que esperaba no quitan relevancia, en mi opinión, a la valía ética de sus intentos; pero no cabe duda de que Lawrence experimentó al final una gran frustración. Los años que le quedaban de vida transcurrieron bajo la sensación de que había sido cómplice de un fraude.

Para concluir, quisiera insistir sobre el carácter épico y la extraña belleza de esta obra. No posee solamente importancia histórica y valor literario, sino que es de utilidad para entender las realidades de esa parte del mundo y los desafíos que sigue presentando, al día de hoy, a los que pretenden inmiscuirse en su particular dinámica política, tan influida por recios factores de índole cultural y religiosa. La atenta lectura de estos Siete pilares es una inagotable fuente de enseñanzas.

(Recomiendo por su calidad literaria el original de la obra: T. E. Lawrence, Seven Pillars of Wisdom, London: Penguin Books Ltd., 1976. Existen varias ediciones en español, y la que aquí he utilizado para las citas es: T. E. Lawrence, Los siete pilares de la sabiduría, Madrid: Ediciones Júcar Universidad, 2 tomos, 1986. He realizado algunas ligeras modificaciones a esta traducción).

(Publicado inicialmente en el portal Al Navío 2021)

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