El diario plural del Zulia

La luna de Pancho

La noche en que Pancho murió había luna llena. Era amarilla e inmensa, como de viernes santo. Y creo que esa era la única cosa que jamás supe con certeza sobre él: que el día de su muerte la luna brillaba. Creo que nadie en Tierra Negra supo jamás el origen de Pancho. Probablemente ni siquiera ese fuera su nombre, pero todo el mundo le decía así. Tampoco se sabía su edad. Yo le calculo unos sesenta y ocho o setenta años.

Ese aire indescifrable seguramente le venía del cabello, largo y canoso, siempre peinado hacia atrás. O de la barba, hirsuta y desordenada, también canosa. Pero siempre con una sonrisa anidando en ella, perdida. La tez, ampliamente curtida por el sol del mediodía, lo hacía verse más viejo de lo que sus profundas arrugas sugerían. En la frente, en la comisura de los ojos. La voz cansina y pausada.

Nunca se supo cuándo o de dónde llegó, si es que en efecto llegó. A lo mejor siempre estuvo allí, en la Calle 70, desde el inicio de los tiempos. Como una esfinge viviente puesta por Dios con un propósito indescifrable. Algunos dicen que había trabajaba en una compañía de teléfonos. Otros dicen que era profesor de matemáticas, hay varias versiones. Quizá en lo único en lo que todo el mundo concuerda es que Pancho se dio a las drogas y finalmente perdió el juicio. He oído decir que consumía marihuana. Por eso su familia decidió olvidarse de él. Le cerraron la puerta y lo obligaron a irse de la casa. Así fue cómo terminó en las calles.

Siempre andaba en la Avenida 11.  Barría el frente de algunas de las familias de la cuadra, y por eso le pagaban. Una tontería, pero le pagaban. Generalmente compraba el desayuno en la panadería de los portugueses de la Calle 72. Casi siempre lo veía con una bolsa de pan dulce y un litro de jugo. Después desaparecía.

Pasaba el día recogiendo latas. Comenzaba por el depósito de licores que estaba a media cuadra de mi casa. Para él ese sitio debía ser una mina de oro: montones de latas de cerveza, ya vacías, representaban grandes ganancias en el mercado negro. Iba juntando las latas en un saco. Cuando ya lo llenaba, se sentaba en alguna acera a aplastar las latas con una piedra. Ignoro para qué. Después las vendía. Nunca supe a quién. Aunque  me consta que aquí en Maracaibo hay muchos sitios que se dedican a comprar latas para reciclar el aluminio. Parece que pagan cerca de diez bolívares el kilo. Y ese era otro ingreso para Pancho. De eso vivía.

No creo que a él le importara malgastar su talento en eso. Sí, su talento. Porque, profesor o no, hay algo de lo cual sí puedo dar testimonio en persona: de su inteligencia y de su cultura. Pancho era capaz de llevar una conversación bien fluida acerca del zodíaco y de la reencarnación. Sabía de los astros, de los faraones y de los más diversos temas esotéricos. Aunque casi siempre la conversación se volvía demasiado fluida y pasaba de un tema al otro, sin transición, sin pausa ni concierto. Y terminaba enredándose y olvidando lo que había dicho, sus pensamientos en diáspora. Y si en la Historia ha habido más de un loco genial, ancho bien pudo ser uno más de ellos.

A eso de las cuatro ya había terminado su jornada. De algún sitio sacaba una silla blanca, de plástico, y se sentaba a la sombra de una pared alta, de la casa del ingeniero. Invariablemente ahí permanecía. Todos los días, hasta que oscurecía. Se entretenía viendo pasar el tráfico, o los transeúntes. Todo el mundo lo saludaba, y él lo devolvía con cordialidad. No era un hombre mezquino.

Por eso mismo, nadie se sorprendió cuando lo vieron adoptar a un perro. Callejero como él. Venido de la nada como él. Un perro cualquiera, sin color reconocible, que un día se dejó llegar a Tierra Negra, y allí merodeaba. Pancho lo hizo su mascota, y desde entonces se hicieron inseparables. Se reconocieron, se encontraron. Después apareció una hembra. Y la gente de Tierra Negra decía que el perro de Pancho tenía novia, que seguramente iban a hacer familia pronto. Pero no sucedió así. Estoy convencido que la perra era estéril. Lo cierto es que Pancho también la hizo su mascota. Ya tenía por quién vivir. Dos seres distintos que de alguna manera dependían de él. No completamente, porque todo perro callejero sabe sobrevivir escarbando en los barriles de basura. Igual que el mismo Pancho. Pero como sea había una comunidad allí. Había un vínculo entre los tres. Era una elección de los tres.

Cuando caía la noche, Pancho desaparecía. Nadie supo nunca exactamente dónde dormía ni qué hacía, solo estaba claro que no dejaba el menor rastro. Los perros también desparecían. Algunos de mis vecinos dicen que los peruanos de la Avenida 10 dejaban que Pancho durmiera bajo los aleros de sus casas. Otros decían que dormía completamente a la intemperie, donde lo sorprendiera la noche. Y parece que algo de eso había. Supuestamente Pancho se acomodaba en el estacionamiento en un edificio en la calle 7, frente a la farmacia San Remo. Parece que en algún sitio tenía guardado un colchón viejo y mugriento, en el que se echaba a dormir. Y una vez que había amanecido, lo volvía a esconder.

De repente  los dueños del taller mecánico de la 11 le permitieron pasar la noche ahí dentro. Y a esa noche siguió otra y otra. Según el conserje del edificio de al lado de mi casa, Pancho tenía un colchón guardado dentro del taller y algunos efectos personales también. Supongo que quizá algún ventilador que le habría regalado algún vecino. Porque la gente de por aquí a veces lo ayudaba con cosas. Generalmente cachivaches, pero que de algo le habrían de servir. No tanto con dinero, porque sé que les daba miedo que lo fuera a usar en alcohol o en drogas, en realidad con gente así nunca se sabe; nunca se sabe si están completamente rehabilitados o es que sencillamente no han tenido más oportunidad de seguir consumiendo. Claro, en el caso de Pancho parece que nunca estuvo demasiado adicto. La única adicción de él era contemplar las estrellas. Sentarse en el borde de la acera y dejar que su mirada se perdiera en la noche. Me pregunto qué pensaría en esos momentos. Porque seguro que eran muchas cosas. Una vez, cuando llegaba yo a mi casa, ancho me dijo que el cinturón de Orión siempre brillaba a no sé cuántos grados sobre el horizonte de Maracaibo. Y me lo dijo así, sin más ni más, sin que yo hubiera iniciado la conversación. Simplemente se acercó a mí, me lo dijo y se fue.

Lo cierto es que un día cualquiera, porque en la vida de Pancho todos los días eran iguales, encontró un albergue. Por supuesto, Pancho no era ni de lejos un vigilante. Si los dueños del taller lo dejaban dormir allí no era para que defendiera los carros estacionados, ni los motores que estaban arreglando, ni ninguna de las piezas que usaban como repuesto. Lo dejaban dormir ahí para que al menos pudiera dar razón si algo pasaba. Para que al menos hubiera un testigo si se llegaban a meter ladrones. Quizá los perros ladrarían y hasta le mostrarían los dientes a un eventual agresor. Por supuesto, también quiero creer que lo dejaban dormir ahí por caridad, para que no pasara la noche a la intemperie, como lo hizo durante muchos años, desde que la familia lo expulsó de la casa.

Y así transcurrió el tiempo. Los días, los meses. Realmente no sé cuánto. Nadie sabe cuánto. Porque para Pancho todos los días eran iguales, todos los años, todas las semanas. La misma rutina, la misma cosa. Por supuesto, supongo que al menos Pancho sabría cuándo era sábado y cuándo era domingo. Pero acaso será solo porque los comercios no abrían y había menos tráfico en la calle. Pero nada más. Porque por lo que a él respectaba, la vida era exactamente igual. Monótona, apacible, inútil. Salía en la mañana, regresaba e la tare y desaparecía para dormir en las noches.

Hasta que un día no se le vio salir. Llegó la hora en la que habitualmente salía a barrer los frentes de las casas, y no apareció. Por supuesto, los vecinos comenzaron a preocuparse. El conserje del edificio de al lado, el de éste donde vivo yo y otro vecino lo fueron a buscar. Lo hallaron sobre una silla, la única que tenía en el sitio donde dormía, dentro del taller. Ya estaba rígido, lo que hizo suponer que había muerto alrededor de las tres de la madrugada. Y sin embargo estaba perfectamente plácido. No había el menor signo de crispación ni de sufrimiento. Sencillamente se durmió y ahí quedó. Se durmió para siempre, mirando las estrellas, como siempre.

No hubo necesidad de llamar una ambulancia ni de llevarlo a un hospital. Simplemente ya no estaba más. Se llamó, sí, a un forense de la policía para que levantara un acta de defunción. Y, en ausencia de familiares conocidos, el municipio se hacía cargo del cadáver. Según tengo entendido, lo sepultaron en el cementerio San José. Lo que nunca logré saber es qué escribirían en la lápida, o si la tumba tenía siquiera alguna cruz.  El mismo día que Pancho murió, los dos perros se esfumaron. Y nunca más se les ha vuelto a ver por estos contornos. Tal vez se marcharon con él.

Ahora que lo pienso, Pancho no era un mendigo. Ni siquiera un loquito inofensivo. Era un hombre feliz, profundamente feliz, porque vivía la vida que había escogido vivir. La vida de Pancho transcurría con la misma serenidad con la que debe transcurrir la de un monje trapense. Pancho era completamente dichoso en su mundo. En otro mundo.

Pancho hablaba con extenso placer acerca de las estrellas y de los planetas. Pancho hablaba mucho acerca de la luna.  Casi con nostalgia, casi como si fuera suya. Su luna.

Tal vez ahora esté allí.

 


 

 

El presente cuento pertenece a la vigesimonovena edición de la revista cultural Tinta Libre, publicada el 15 de septiembre de 2017.

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