El diario plural del Zulia

Turas, la cosecha de los dioses

Octubre rememora la colonización de estas tierras, un evento que marcó la historia de un continente: ese llamado América, el cual hoy se comunica entre lenguas nativas y extranjeras, donde los muros no bastan para separar naciones y la cuna de una cultura que aflora con sus hijos.

Su corona la distingue como la reina entre una muchedumbre que lleva largas hojas de caña de azúcar. No se trata de un raro certamen de belleza o de una monarquía europea exótica, su piel oscura como el café y esa reliquia que lleva en la cabeza —hecha de semillas y tallos del plátano— la hacen heredera de una tradición que los ayamanes, gayones y jirajaras gestaron desde hace cientos de años. Es una herencia que se lleva en la sangre, pero sobre todo en el sentir de los pueblos.

—¿Reina?, ¿reina de qué?— da curiosidad hasta este punto.

—De las Turas, la danza de la madre naturaleza.

Cristiandad indígena

Mapararí, estado Falcón; año 2017. Es 23 de septiembre, se inicia el equinoccio de otoño, y el chaparrón de agua tradicional de este día se cuela entre los zapatos desgastados de quienes religiosamente van hasta el patio de Turas en San Pedro, caserío aledaño a Mapararí.

Es difícil describir el sonido producido por flautas hechas con palos y cráneos de venados, pero esa onomatopeya suena como: «Jujú, jujú»; un son que se repite con mucha frecuencia mientras un grupo de hombres y mujeres danzan entrelazados y en círculos —que simbolizan el rol de los hombres en nuestro «universo redondo»— en medio de gritos y agites de maracas de los presentes.

El humo de los tabacos y el olor a chicha de maíz y cocuy se acentúa durante el paso de aquellos poblanos que, con los turistas, marchan desde que termina el camino de tierra en San Pedro hasta que comienza el asfalto, en el centro de Mapararí.

Allá los esperan los demás «tureros», los del casco de Mapararí, con sus respectivos capataces (líderes) Salvador Vázquez y Nasser Navarro. Ambos, después de una larga caminata, por fin unen sus danzas en un vaivén que consiste en ir dos pasos para adelante y dos hacia atrás como muestra de la dualidad entre el bien y el mal, respectivamente. El destino es el patio de Turas dispuesto desde hace décadas en el mismo lugar, en plena Calle Comercio (vía principal de Mapararí).

Encuentros naturales

El segundo capataz, Nasser Navarro, recuerda la proyección de esta tradición —ahora de masas— en 1944, cuando en las comunidades pequeñas (caseríos) ya la practicaban hacía cientos de años (e incluso miles), donde fueron observadas alguna vez por el explorador alemán Nicolás Federmann, solo que con diferencias considerables: los capataces debían ser hijos de otro capataz, al igual que la reina, quien asumía su título cuando su progenitora moría; además, los blancos y los negros estaban excluidos de esta fiesta en la que se invoca a los espíritus de los elementos agua, fuego, aire y tierra.

Muy distinta es la postura actual, ya que la mayoría de los participantes —de esta región— desconocen si corre por sus venas la sangre ayamana (principal grupo indígena al que se le vincula con las Turas).
En un arco lleno de hortalizas, verduras y frutos comienza la tradición en la que se agradece a los espíritus y al maíz (visto como deidad). Sin embargo, al lado está la Virgen de Las Mercedes con una gran cruz, como muestra del catolicismo infundado en la época colonial. No obstante, la verdadera sinergia comenzó a mitad del siglo XX, cuando el éxodo del petróleo barrió los campos y un alquimista local llamado Belarmino Vázquez logró que las Turas fuesen vistas por todos, y se le añadiera la devoción a la madre de Jesús de Nazaret.

Marcelina «Chela» Garcés y Aura Guasamucare son las reinas de San Pedro y Mapararí, respectivamente. Ellas se sientan de lado y lado del arco en tiempos de descanso. Cuando los sones (o bailes) cesan, se cuentan con números impares, con el fin de que exista siempre una mayoría, pues se le dedica un baile al bien y uno al mal… y el bien debe ganar.

Los flashes de las cámaras no las perturban, más bien sonríen amablemente ante propios y extraños que se acercan curiosos a preguntarles cualquier inquietud, mayormente relacionadas con el ritual.

Desde antes de la colonización, ha habido grupos tureros, denominados poscolonización como «cofradías», esparcidos en el triángulo existente entre los municipios Federación, de Falcón, y Urdaneta, de Lara; en los que se movilizaban los tureros como si tuviesen un mapa o un GPS. En esa nueva era de las Turas, en los años 40, los primeros en ser parte fueron Cecilio Salas y José Isabel Rivero.

Ritos de identidad

Realmente son pocos los elementos que no están pensados o no tienen alguna explicación en este firmamento de costumbres, como improvisar ciertos movimientos al bailar o cambiar la vía para llegar al patio de Turas. Los infalibles son la preponderancia de los círculos, que también significan la vida como estado cíclico y que podemos reencarnar en otros seres vivos. Mientras que la unión de los brazos al bailar forma una «s», asemejando a una serpiente, que es el símbolo de la fertilidad; muy propio de los bailes aborígenes.

Cuando llega el 24 de septiembre, toca llevar la basura (restos de frutos, verduras y hortalizas que no se consumen, como las hojas de la caña) hasta el árbol sagrado ubicado en El Nacimiento, un lugar en el que hay una quebrada de agua viva, cuyo misterio reside en los seres místicos que cuidan el lugar. Allí se hace uno de los últimos bailes antes del retorno al Patio de Turas.

Pero ese día no solo debe hacerse ese mandato divino. La Virgen de Las Mercedes, en su día asignado en el calendario santoral, se une a su ritual anual.

Los tureros solían celebrar una eucaristía en la Iglesia Nuestra Señora de Coromoto de Mapararí, sin embargo, nunca entraban. La imagen de la virgen permanecía adentro y los tureros sacudían sus maracas afuera. Eran dos mundos divididos por una gran puerta de madera. Esto dejó de ocurrir hasta hace tres años, cuando el párroco José Alejandro Ribodó los invitó a entrar al templo católico, en el marco de un concilio del Vaticano en concordancia con el Concilio Plenario de Venezuela, en el que se llama a «inculturar la fe» con el evangelio. Aunque el capataz Navarro admite ciertos choques culturales, se muestra optimista.

Antes o después; aquí y allá. Las distancias entre lugar y tiempo siguen en la mente de un continente que se pregunta quién es, si resiste, celebra o agradece un desvío de casi 180 grados en su historia. Lo cierto es que todos somos Turas andantes: mezclados, quizá confusos, reglamentados y evolucionados. Estas líneas se escriben en español por herencia, como también ocurre con una multitud que entona algunas palabras de una lengua muerta como la ayamana; danzando siempre con dos sones buenos y uno malo. Lo que somos.

«Tura», en singular, es el instrumento de palo que sirve de flauta, y también existe otra acepción, y quizá la más popular, que es sinónimo de «joven», cuando se habla de la mazorca: «Está ‘tureando’ el maíz», se escucha por esos lares todavía.

 


El  presente reportaje pertenece a la trigesimoprimera edición de la revista cultural Tinta Libre, publicada el 27 de octubre de 2017.

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