El diario plural del Zulia

De lo patrimonial a lo anecdótico

Cuatro personajes cuentan historias inadvertidas del Teatro Baralt. Sus relatos describen las conexiones emocionales con este monumento nacional que tiene en su haber tres reaperturas.

Una máscara se esconde detrás del arco superior del Teatro Baralt: es la cara de León Jerome Hoet, ingeniero de origen belga encargado de la reconstrucción de 1928, 53 años antes de que el Estado lo declarara monumento nacional. Como esta máscara, se esconden del conocimiento popular historias que trabajadores y artistas vivieron dentro de los espacios de este edificio de columnas toscanas y adornos revestidos con oro de 24 quilates.

El techo también oculta su propio relato. Para la reinauguración de 1932, el zuliano Antonio Angulo pintó a mano 540 metros cuadrados de trazos para acompañar la lámpara con forma de flor de la sala central del teatro. A ese enorme fresco se le ha conocido desde entonces como plafón, que significa «lámpara» en francés.

Angulo sufrió dolores intensos en los brazos y en la espalda durante el tiempo en el que dibujó el techo, y no dormía por las noches. Sin embargo, esto no le impidió terminar su obra. Esta anécdota la cuenta su nieto José Antonio Blanco, quien recuerda que su abuelo apenas tenía un par de ayudantes que llenaban los trazos que él dejaba con pintura italiana. Fue un modo arcaico para pintar la obra más importante del alumno insigne del artista Julio Árraga, según considera su nieto.

 

De izquierda a derecha: Freddy Velásquez, José Antonio Blanco, Carlos Caridad Montera y Eberto Morales.

 

El plafón de Angulo fue incomprendido por muchos años, pues, en Venezuela, era la primera pintura abstracta. Su significado trasciende su belleza, deja un mensaje. Angulo escogió el estilo art decó porque representaba la naturaleza y la fauna. Para él, no existía mejor manera de plasmar una ciudad distinta en la obra. El arte de Angulo era vanguardista, abstracto; totalmente diferente a la Maracaibo de aquella época.

 

EL ELEFANTE BLANCO

La creación y las convicciones de Antonio Angulo no fueron suficientes para resistir el abandono y descuido del Teatro Baralt décadas después de su reinauguración, cuando pasó a ser la sede del Cine Club de la Universidad del Zulia (LUZ). Fue en los años 80 cuando se evidenció la debacle física del lugar: las paredes envejecieron, las butacas se quebraron, el plafón comenzó a desplomarse.

En esos años, el poeta y sacerdote nicaragüense Ernesto Cardenal visitó Maracaibo para participar en un encuentro político celebrado en el teatro, en el que anidaban las palomas. No era un espacio decente para una tertulia con él: el piso de madera tenía huecos y las butacas estaban rotas; tampoco era digno para estrenar una película.

Por ese entonces, el centro de Maracaibo era una zona deprimida por la desaparición de El Empedrao y El Saladillo. Un informe realizado en 1977 por una comisión de la Dirección de Cultura de LUZ sobre el deterioro del edificio debido a la falta de mantenimiento encendió las alarmas de las autoridades: era hora de rescatar el teatro. La tercera reconstrucción comenzó en 1985.

 

EL PLAFÓN

José Antonio Blanco detalla la historia de un niño de la calle que entró al Baralt para que le dieran comida y agua; mientras esperaba, notó el plafón. Lo impactó el colorido y, ese día, pensó que quería ser artista. Es la historia del muralista zuliano Víctor Valera.

 

Eberto Morales no olvidará jamás el estado del Baralt durante su primera visita en 1986. Para ese momento, los transeúntes le llamaban al edificio «El elefante blanco». Fue un imprevisto que él se encontrara allí, un miércoles, en una entrevista para formar parte del equipo de trabajo a cargo de la reconstrucción del edificio.

Comenzó al día siguiente a laborar como constructor. No obstante, al entrar a la sala del teatro y observar el techo caído sobre las butacas desgastadas y los nidos de murciélagos y palomas, Morales confiesa haber resuelto: «Yo trabajo hasta el viernes y no vuelvo más».

 

BUTACAS TALLAS PLUS
Los asientos del teatro son cinco centímetros más grandes de lo normal. Con la reconstrucción de 1998 ensancharon las dimensiones de los asientos en justa relación con las particulares proporciones humanas de los zulianos.

 

Sin embargo, lo persuadieron para que se quedara, así que la semana siguiente volvió. Meses después, seguía allí, excavando con cucharas para preservar los cimientos del antiguo teatro de 1883 o para vaciar cemento de colores y crear, en el suelo de la Sala Baja Sergio Antillano, la obra que el artista Francisco «Paco» Hung diseñó en un boceto. Ahora, 30 años después, es el jefe de mantenimiento del Teatro Baralt y ostenta el título del empleado más antiguo del lugar. No se arrepiente, e incluso admite: «si la vida fuera eterna, estaría aquí hasta el fin de los tiempos».

Tras varios proyectos y percances, el teatro reabre sus puertas el 18 de julio de 1998. Doce años bastaron para devolverle al edificio su gloria de otrora.

 

CONEXIONES EMOCIONALES CON EL BARALT

«Maracaibo era distinta», evoca Carlos Caridad Montero, cineasta zuliano. En 1998, su regreso a Venezuela desde la escuela de cine de San Antonio de los Baños, en Cuba, coincidió con un cambio cultural evidente por la reapertura del Baralt. Halló una ciudad casi cosmopolita: la juventud estaba interesada en el cine, la música y el teatro. Y este centro cultural ya era tratado como monumento nacional. Su estructura y su esencia civilizaron de nuevo la zona vieja de la ciudad.

En el Baralt se hizo cine por primera vez en Venezuela, y esa es la primera vinculación que tiene Caridad con él, dado que en enero de 2015 el cineasta estrenó ahí su primer largometraje de ficción, Tres Bellezas. «Era una meta profesional y personal. Estrenar ahí no era un fin práctico, sino sentimental (…) Uno le da al teatro la importancia que tiene no tanto por su patrimonio, sino por las conexiones emocionales», concluye Caridad. Desde 1883 hasta hoy, el Baralt sigue integrando más relatos y personajes para contar su propia versión de nuestra historia.

 

TREINTA AÑOS FRENTE AL BARALT

Por 32 años, Freddy Velásquez ha mantenido su puesto de cepillados, agua de coco y jugos «El Radiante Pendón» por los alrededores del teatro. Llegó en 1983, cuando el edifico se escondía entre láminas de zinc, y presenció todo el proceso de reconstrucción del lugar; pero siempre desde fuera. Pasó 30 años sin conocer por dentro el edificio que veía todas las mañanas. En 2014, se animó a entrar y ahora puede afirmar, con total propiedad: «Nunca imaginé que el teatro fuera más bonito por dentro que por fuera».

 

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El presente reportaje aniversario pertenece a la primera edición de la revista cultural Tinta Libre, publicada el 22 de julio de 2016.

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