El diario plural del Zulia

Perverso, astuto y con máscaras

El violador más buscado de Colombia mostró en su país natal una personalidad diferente a la que conoció Venezuela. Logró camu arse para pasar desapercibido por siete años

Danilo Santiago Gutiérrez existió y tiene 9 años, pero no es un niño, es una máscara: carismático, hiperactivo, servicial y sociable, nada que ver con el monstruo que lo habitaba por dentro. Quienes lo describen dan cuenta de un hombre inquieto, de mirada intranquila y con pies que marchan a la velocidad de un crucero.

Juan Carlos Sánchez Latorre, de 37 años, encarnó el personaje de un guión de película de terror en la puesta en escena venezolana. En Colombia mostró rasgos de sumisión, introversión y dificultad para conectar con la realidad. Hurgó y se acomodó a las posibilidades que le ofrecía el ecosistema infantil; sin escudos para sus bajos instintos.

El hombre, natural de Tolima y que vivió en Barranquilla hasta sus 28 años, cuando cambió de identidad en Venezuela desarrolló aún más su enfermiza afición por el anime, los retos de videojuegos y las serpentinas que ofrecen las películas infantiles. El “Lobo feroz” habitó en una burbuja de perversiones secretas, pese a su aspecto físico, enclenque y desaliñado.

Desde el “debut” de Danilo en la capital zuliana, en 2009, se desdobló. Proyectó seguridad como interlocutor audaz y con una especie de imán que le permitió rodearse de niños y adolescentes con gustos similares.

 Metamorfosis

El pedófilo no salió en la gran pantalla, pero su papel bien le pudo hacer acreedor de un Oscar en el terreno de los sucesos más oscuros. Vistió de camaleón. Su objetivo lo llevó a adaptarse a la sociedad.

Nahomi Fernández, psicóloga que laboró en el Departamento de Violencia de Género del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (Cicpc), refiere que es atípico que un violador incurra en cambios bruscos de personalidad.

En el caso de Sánchez Latorre, justifica que la sensación de persecución exacerbó los instintos del “Lobo feroz”. “En medio de su desequilibrio, llegó a estar consciente de que lo estaban buscando. Desarrolló ideas paranoides”. El colombiano era un gitano, en constante movimiento.

Las dueñas de dos cibers en los que trabajó, en el sector San Rafael, recuerdan a un hombre ajeno al respeto de las normas y con perfil autoritario. Escaló hasta sentirse el jefe de la manada. Con frecuencia, el tecnólogo presumía de sus habilidades para la informática. Miraba a los ojos sin pestañear, desafiante. “Se ponía agresivo cuando no hacía lo que quería. Gritaba improperios, tiraba cosas”, rememoraba una de ellas. También le gustaba desacreditar a la competencia.

La versión venezolana del violador era casi incapaz de estar solo. Su vida social era activa. Esta cualidad no es común en psicópatas de su tipo, reseña el criminólogo Javier Gorriño. “Ellos por lo general son raros al principio y les cuesta encajar, pero una vez dentro del grupo tienen madera de jefes y se desenvuelven con normalidad”. Por esa razón su enfermedad interna se hizo casi imperceptible, de acuerdo con la socióloga Auri González.

Zoraida, quien fue la mejor amiga del pedófilo mientras trabajó de vigilante a finales del año pasado, no conoció al hombre con falta de higiene y comportamiento infantil que se inmortaliza en la memoria de su último suegro, Luis Querales. Para la conserje de Terrazas de Maracaibo era buen mozo, bien hablado y con disposición para ayudar. Destilaba humildad.

Para Fernández, la cara del “Lobo feroz” que conocieron los colombianos resulta clave para identificar a un psicópata. El sexólogo Leonardo Prieto, sin embargo, argumenta que los violadores tienen una personalidad que roza los extremos: “Son personas sociales, elocuentes, locuaces y atentos. Desadaptados que no respetan las normas sociales. Son impulsivos y agresivos. Simpáticos y hasta bien vestidos”.

Prieto agrega como condimento un rasgo infaltable en el perfil de un violador: comportamiento narcisista. Sánchez Latorre se sentía en su zona de confort con una computadora enfrente. En su mente novelesca se sentía digno para caminar por la alfombra roja. “Ellos, en materia de atención, por lo general creen que merecen un puesto en la sala VIP”, puntualiza el especialista.

La obsesión de Juan Carlos por Shaka de Virgo, el personaje de Los Caballeros del Zodíaco, famoso por ser un Dios de oro con poderes sobrenaturales, muestra un signo del exceso de aprecio que se tiene a sí mismo. “Él se tatuó ese anime en el antebrazo izquierdo porque se sentía identificado”, le re rió el pedófilo a Martín Jiménez, joven con quien estableció amistad en el Centro de Maracaibo, una vez que le preguntó la razón de plasmar esa caricatura en su cuerpo.

Estudios elaborados por psicólogos vinculan la afición por los animes o mangas con potenciales trastornos de personalidad. Este tipo de caricaturas japonesas por lo general, re eren, poseen contenidos violentos y sexuales.

“La adicción a este tipo de dibujos animados puede acarrear trastorno de personalidad antisocial, aislamiento, evasión social, desviaciones sexuales perversas, pensamiento delirante, baja autoestima y trastornos de ansiedad”, se lee en un artículo.

Neurona espejo

Las conversaciones que el “Lobo feroz” mantenía con su contacto en México, alias “Anthony”, no tenían tapujos. Las interacciones descriptivas del dolor eran las favoritas de ambos. El sexólogo justifica el cinismo del chat: “Los violadores, más los de niños, por lo general no desarrollan la neurona espejo”. El pedófilo era incapaz de reflejarse en el dolor ajeno. El sentimiento de culpa y la moral son dos armas que esgrime en el escenario, pero no son cualidades que posee.

Entre las actividades favoritas que tenía el violador, Martín Jiménez recuerda que resaltaba un tipo de baile muy particular: “En las maquinitas de Centro Sur y Galerías su juego favorito era el de baile con las flechas, era muy bueno. Solía pagar horas extras para ver a otros niños moverse”. Los abusadores, reseña Fernández, son ilusionistas, “encantadores por excelencia”. Coincide con Auri González: “Ganar la confianza y cariño de los niños a través de regalías era su método”.

Sánchez Latorre, según la socióloga, es entonces, en términos específicos, un abusador y no un violador. La diferencia entre ambos, argumenta, es que el primero incurre como primer paso al enamoramiento de la víctima, y el segundo va directo a ultrajar.

Al ubicar al hombre vinculado con el abuso de 500 menores colombianos en un cuadro clínico, los especialistas lo califican como violador serial. Para González, esta clase de psicópatas son menos comunes que los abusadores en casos intrafamiliares, donde las causas, por lo general, guardan relación con la crianza machista. Los afectados mentales suelen justificarse apelando a la incorporación de una presencia demoníaca o, en medio del cinismo, esbozan argumentos como incitación de la víctima al deseo y, en su desapego a la realidad, juran que la violación le genera placer a su torturado.

Otro signo de los sociópatas es el comportamiento incongruente. El “Lobo feroz”, comenta Martín, era un desorden en su casa, pero en su mente todo estaba organizado y pautado, era un administrador, sobre todo en temas de dinero. En su computadora destinó un documento de Excel para reseñar cada inversión, ingreso y ganancia. Juan Carlos solía encriptar cualquier información vinculada con él. Se encargó, con relativo éxito, de sortear obstáculos. Desde el 1 de diciembre pasado siente, a la espera de su extradición, la respiración agitada de la justicia colombiana en la nuca.

Juan Carlos Sánchez fue detenido en Maracaibo el 1 de diciembre. Tenía en su poder una laptop y una tablet

 

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