El diario plural del Zulia

El rostro atroz de la migración

COLOMBIA // Cuarenta mil venezolanos pasan la frontera al vecino país y muchos fracasan en sus proyectos. Policías retienen, se burlan, y amenazan con deportar a cambio de dinero. Algunos migrantes trabajan más de 16 horas, y les toca descansar al lado de los contenedores de basura.

Soy de las que piensa que cada quien escribe su historia, y que esta solo sirve para motivar al resto, no que el resto quiera vivir lo mismo. Soy venezolana en Bogotá.

La capital de Colombia nos abrió las puertas, a mi esposo y a mí hace siete meses, y puedo resumirlo; ejercemos nuestra profesión, nos mudamos solos a los dos meses de haber llegado, y puedo enviarle dinero y alimentos a mi familia. ¿Suena bien? Claro, las partes bonitas siempre suenan bien, las que se muestran en las redes sociales, las que se envían en las notas de voz a las familias. Pero hay mucho sacrificio tras esos logros.

Pero las realidades que arropan a este país hermano son muchas. El venezolano reza cuando se enferma, porque la salud aquí es inalcanzable; y sin documentos en regla, las empresas no abren sus puertas, y cuando lo hacen, quieren que además de tu título universitario, sepas algo de diseño, fotografía, inglés perfecto, un poco de administración, a cambio de un salario que muchas veces es básico y días libres en el olvido.

Bogotá tiene oportunidades limitadas: su campo laboral es reducido ante la demanda, que sobrepasa las 200 solicitudes para un cargo.

Caribe peligroso

Viajemos a Costa Caribe. Lleguemos a Barraquilla, una de las ciudades más alegres, una de las más colapsadas por la migración venezolana.

Ahí, a Soledad, un sector de la tierra barranquillera, llegó Luis Barrueta (nombre ficticio para proteger su identidad) hace poco más de siete meses. Hizo maletas desde su tierra, Maracaibo, porque “la plata no me estaba alcanzando”, y a su cargo tenía la responsabilidad paterna. Era encargado de la cocina de un bar de buen estrato, tenía un cargo, era un líder. Pero lo que no era coherente era su salario: ganaba 12 mil bolívares cada quincena (10 mil pesos). “Con eso pagaba el colegio, transporte, y algo de comida. No podía pensar en construir ni siquiera un rancho para mi hija, por eso decidí venirme”.

Y a Luis le tocó probar un poco de la “maraña” colombiana, porque la propuesta laboral que lo había hecho venir no existía. “Los primeros cuatro días me tocó dormir en el piso con mi maleta, en un almacén. No fue agradable, pero me vine por mi familia, por mi hija”, relató.

Luis llegó a Soledad con 30 mil pesos, de los 100 mil que logró cambiar, es decir, nada. “Al llegar y pagar unas cosas solo me quedaron 25 mil pesos, con eso aguanté ocho días, hasta que conseguí trabajo”, y vio algo de luz con la ayuda de un grupo de personas a las que considera atentas y protectoras.

Con ellos tuvo posibilidades de “surgir” pero en subida y bajada, y es que los dueños del local le vieron el perfil y sabían sus cualidades, le ofrecieron sueldo de 800 mil pesos, mensual, casi un millón de bolívares venezolanos. Pero el logro duró poco, los deseos del jefe no tenían mucha coherencia, y mientras piensa qué hacer con el local a Luis le bajaron el sueldo a 700 mil pesos, que en Barranquilla no es gran aporte; además, duerme en los muebles del local, porque no puede alquilar, ya que se le irían 300 mil pesos de su salario; y a eso sumarle alimentación transporte, tendría lo que él considera la misma vida que en Venezuela.

Corrupción uniformada

Luis sabe que sí hay solución, pero no las encuentra todas, el salario no le rinde para mejorar su calidad de vida, y piensa que, si come bien, su hija no podrá hacerlo.

Además, el plus que tiene en su vida es la imposibilidad de conseguir papeles en la ciudad, y eso lo convierte en un venezolano ilegal; y también en un blanco para las autoridades que custodian la ciudad y que se han tomado la tarea, según Luis, de “aprovecharse de nuestra situación para quitarnos lo poco que conseguimos”.

Trabaja en un bar, la policía lo reconoce, pero él también reconoció su jugada, típica de los cuerpos de seguridad en Venezuela también, “con plata se soluciona”, expresó con risa y rabia.

Le ha tocado salir huyendo de los cuerpos de seguridad. Ha sentido miedo durante estos siete meses. Le ha tocado además, conocer a los oficiales, hablarles, y ofrecerle dinero a cambio de que lo dejen circular.

“Los policías saben quiénes somos, pero ellos piden plata y se van, pero me alertaron de que es una orden, porque se ha incrementado la inseguridad, la delincuencia. Me dijeron que si me quedaba aquí (barrio donde vive) ellos podrían ayudarme, sino podrían deportarme”.

Le ha tocado duro. Y ahora más: se trajo a su esposa y su pequeña. Contó que un día, camino a visitar a un familiar, su esposa se desmayó en plena calle, la gente lo auxilió, pero la ambulancia que llegó les pidió su tipo de seguro. “No tenía, les dije que era venezolano, y respondieron que ellos no podían prestarme el servicio, si lo hacían seríamos deportados”.

Denigrante vida

La historia de Luis no se aleja de la realidad que vivieron William Chirinos, y Erick Serrano, venezolanos, maracuchos. Ellos hicieron maletas y apostaron a la misma suerte de las personas que están de este lado, y que le ha ido bien.

Pero su estadía en Barranquilla, en el barrio La Gaviotas, solo duró un mes. Los sueños de estos jóvenes se trucaron a verle la realidad a la migración.

Su primer impacto fue el encuentro casual que tuvieron con amigos, vecinos, que también estaban en la zona, muchos de ellos desempleados.

Pero Erick confió en que su realidad podía ser distinta. Ambos tienen título y formación académica y laboral, además Erick llevó consigo todos los documentos de su madre, de nacionalidad colombiana para realizar el proceso y obtener la ciudadanía colombiana por adopción.

No encontraron empleo, y desde la Registradurías los requisitos habían cambiado. “Las empleadas no son amables con los venezolanos, nos tratan muy mal y piden requisitos impensables, como llevar a mis padres, buscar la partida de nacimiento y otras cosas que antes no pedían”, denunció.

Creativos

William contó que al ver que pasaban los días y no conseguían empleo debían ponerle creatividad, así que se pusieron a vender arepas, pero no funcionó. Buscaron desde empresas grandes hasta bares, taguaras, bodegas, pero ninguna abría sus puertas. Los sueños se derrumbaban.

Hace menos de una semana, ambos volvieron a hacer maletas para devolverse a Maracaibo, pues lo que sería la luz al final del túnel se convirtió en la peor experiencia de Erick.

“Conseguí trabajo en una bodega casi frente al cuarto donde dormíamos cuatro personas. Era una bodega, ahí el horario era desde las 6:00 de la mañana, hasta las 10:00 de la noche, pero luego de cerrado el local debía quedarme a llenar todas las neveras, cuando terminaba mi turno, el jefe me dijo que debía dormir en el sitio, le propuse irme a mi casa, pues vivía cerca, y respondió que no. Acepté porque necesitábamos el dinero, pero cuando me mostró el lugar donde dormíamos pensé que era el extremo”, relató.

Rodeado de los contenedores de basura, donde se depositaba además los desperdicios de carnes y pollos durmió Erick por unos días. Esto le generó un sarpullido en su cuerpo, y alertó a sus amigos, quienes le recomendaron que no fuera más a ese empleo.

“Eran más de 16 horas parados, no podías sentarte por ningún motivo, era explotador”.

Ellos no soportaron, ni su amigo Julián Valbuena (nombre ficticio para el resguardo de su seguridad), quien por tres noches fue perseguido por los cuerpos de seguridad, y al ser detenido fue maltratado.

“Eres venezolano, será que lo deportamos, o tenéis plata, sin plata te deportamos”, contó Julián. A él, a muchos, lo amenazan.

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