El diario plural del Zulia

"Ustedes sin duda están peor", por José Luis Zambrano

La fila ya era algo larga en el Registro Civil de la comuna de Nuñoa en Santiago de Chile. José tenía pensamientos dispersos ante tantas experiencias en sólo seis meses en el país austral. Por fin obtendría su carnet de identidad que le permitiría eslabonar más oportunidades y ampliar ese camino tantas veces planificado. Había abandonado los percances más rigurosos en su amada Venezuela, a pesar que las añoranzas y costumbres pasadas, lo abrumaban en sus desvelos recurrentes.

Detrás de él, se hallaban Maikel y su esposa por los mismos motivos. Él era un cubano con un acento inalterable, un corte al ras y una barba brumosa. No resultó dificultoso el entablar una conversación estrecha entre los dos. Existían reyertas, vivencias punzantes y confusiones diarias equivalentes, padecidas en sus respectivas naciones.

José había aumentado más de cinco kilos y su talante ya no era de un espantajo, sobresaturado de dietas impuestas. No dudó por un momento en indagar en Maikel sobre sus concepciones precisas respecto a Venezuela y esa similitud con el sistema imperante en Cuba, de donde provenían todas las escaramuzas, la reciedumbre y ese caos cocido con el hilo de la adversidad.

“Yo pasé por tu país antes de venir para acá. Vengo de Trinidad y Tobago, en donde estuve un año y el racismo hacia los blancos es elevado. Por eso decidí emigrar de allá también”, admitió el cubano sin dudas de ningún tipo. “Recorrí gran parte de Venezuela para salir por Brasil. Ustedes realmente están mal. Se encuentran mucho peor que nosotros”.

Con una capa de perplejidad moldeada en el rostro por la impresión, José preguntó con gravedad en qué basaba su afirmación. El isleño respondió con una frase metódica e implacable: “No sabía si iba a salir vivo de tu país”. El venezolano lo miró azorado, con una sensación de pesadumbre, convencido de que el cubano estaba en lo cierto.

“En Cuba uno no puede hablar de política porque es arrestado. La vigilancia es extrema. Pero la población no posee armas de fuego. No estás a merced de la delincuencia y de los caprichos de un asaltante, si dejarte vivo o no. En tu país matan por gusto”, esgrimió Maikel, enfrascado en lo asertivo de su análisis.

“Recorrimos gran parte del territorio venezolano. Era una gran comitiva. Cada uno pagó 850 dólares. Me sorprendió enormemente que nos trasladara un militar de alto rango en un vehículo oficial”, dijo sin pestañear. “Cuando llegamos a la frontera, nos invadió un gran nerviosismo. Él bajó el vidrio del automóvil para saludar y los demás soldados le hicieron la reverencia formal castrense. No entendemos cómo un país con tantos recursos, la gente se esté muriendo de hambre. En Cuba sólo teníamos la agricultura”.

Mientras articulaba las palabras, hizo sonar sus nudillos, como preparado a emitir su diagnóstico más contundente: “Es una locura lo que vive tu gente. Cambiamos unos dólares y nos entregaron grandes fajas de billetes. Con todo ese dinero no compramos nada. Esa economía está de remate. Por lo menos en la isla la población medio sobrevive”.

El venezolano entornó los párpados con pavor, con el dolor inmenso de no haber contado con los suficientes riñones para quedarse a defender su patria. Tal vez la remesa de dinero mensual, enviada a sus familiares para que no desfallezcan de hambre, medio le sirva de alivio a su detestable lejanía.

Dice ese adagio demoledor que no hay mal que dure cien años y, si se cuenta con las habilidades notables de nuestros verdaderos precursores, evitaremos el terminar de convertir a Venezuela en una nueva Cuba, aunque en este momento esa isla hundida en desgracia y paralizada en el tiempo, se encuentre hasta mejor que nuestra pulverizada nación.

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