El diario plural del Zulia

Soberanía del rencor, por Ángel Rafael Lombardi Boscán

Un político con vocación de tirano es un trastornado mental. En América Latina el ambiente siempre ha sido propicio para estos desarreglos sociológicos. En 1992, apareció en los escenarios públicos venezolanos, luego de una pomposa rendición de inspiración mirandina, un Teniente Coronel que venía a vengarnos a todos. En nombre de la guerra primero y del “corazón de la Patria” después, los desclasados de todas las estirpes encontrarían su lugar en el mundo: el rayo purificante de un alarido salvador. Hoy, luego del trago con cicuta, hemos descubierto la falsedad de esas buenas intenciones, y sí en cambio, el odio desparramado como echas en el viento.

“La bondad de un segundo Diluvio”, bien pudiera ser el título de esta más reciente travesía de 24 penosos años bajo la estela de los rencores y los odios urgidos de una reparación imposible. La marca del despojo es la huella perenne de los resignados a un destino como clase social inferior. Este síndrome del auto-desprecio ya es pendular, manifestación indudable de raquitismo ciudadano. El mito del pueblo encubre los rasgos de su propia miseria.

José Tomás Boves (1782-1814) es nuestro arquetipo del resentido perdonavidas en esta danza de los agravios que es nuestra existencia social. El “Padre de la Democracia” (Juan Vicente González, 1810-1866), en un sentido populista sangriento, fue este asturiano que hizo del saqueo su programa político aunque haya sostenido las banderas del Rey. Toda una historia del tamaño de nuestros rencores (Octavio Paz, 1914-1998) cuya persistencia es tectónica en el tiempo. El igualitarismo venezolano es una consigna epidérmica, un eslogan obligatorio para los políticos avaros de poder en grande e incansables mentirosos. La realidad social venezolana siempre ha sido estructuralmente impúdica.

La fallida era roja terminó sembrando nuevas causales para justificar, una vez más, otros torbellinos y venganzas, alimentadas por el desengaño de la más feroz frustración. Individuos tristes y cansados penando en colas de inevitable promiscuidad a la caza de alimentos y medicamentos invisibles. La amargura nos corroe y nos vuelve celosos del escaso bienestar ajeno que se hace presente en la “nueva clase” y sus ostentosos vehículos y camionetas que se pasean por nuestras destartalada vialidad como trofeos mal habidos. La era chavista como estafa histórica descomunal.

La República del Rencor es el nuevo epítome de una nacionalidad crepuscular que a pesar del petróleo y todas sus ventajas no fuimos capaces de aprovechar con un mínimo de racionalidad.

Oportunidades perdidas de una grandeza forjada en una Independencia inútil a la vista de los anémicos logros en el presente. El alimento del venezolano es idéntico al del malquerido: la rabia por no ser correspondido, el dolor de un despecho árido: el maltrato permanente vuelto costumbre. La mediocridad de nuestras rutinas sociales nos delata. El civismo es sólo una pantomima del absurdo. No hay cabeza política que haga del desinterés su fanatismo, sólo el cálculo por la prebenda como buitres. Nunca antes unos muy pocos se habían robado tanto de lo que correspondía al futuro de muchos. Venezuela luce inerme con su juventud deprimida y reprimida, y no son metáforas.

Puesto que todo nos hiere hemos postergado la esperanza y encumbrado al escepticismo. La cultura del fraude nos hace multiplicar los proyectos que terminan en la más ramplona provisionalidad. Asistimos como comparsas y víctimas de un ritual del desencanto porque quienes destruyeron intencionalmente al país hoy adoptan un autismo político, es decir, el resguardo de sus faltas dentro de un ensimismamiento belicoso, un fortín de barro desde donde niegan que se equivocaron. El lastre que todo ello produce es un rencor sin norte, la sensación de orfandad más absoluta, el sabernos estafados. “Es fácil hacer el mal: todo el mundo lo consigue; asumirlo explícitamente, reconocer su inexorable realidad es, en cambio, una insólita hazaña”, (Cioran, 1911-1995). Disfrazados de Diablos benévolos nuestros políticos dan por sentado la maldad sin consecuencias. La voracidad de nuestras angustias anticipa un desenlace desolador. La paz, la melancólica paz, nos abandona.

 

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