El diario plural del Zulia

Persiste la injusticia, por Noel Álvarez

Los líderes han regresado a sus moradas, los presos políticos siguen en sus celdas y los generales continúan disfrutando impunemente del saqueo del país, aposentados en sus magnificas mansiones. Por un momento, el pueblo creyó que todo podría cambiar, que caería  el régimen entronizado en el poder. La gente salió a la calle, se enfrentó al salvajismo y desafió el miedo que la había paralizado durante años, sin embargo, la autocracia se mantuvo y la revolución popular fracasó en su intento. Atrás habían quedado los momentos de represión pura y dura. Etapa donde los militares aplastaron otro intento de liberación que fue saldado con la masacre de muchos jóvenes, después de allí la oligarquía dominante había continuado arruinando la economía y acorralando a todos los sectores de la sociedad.

Armado sin nada más que el coraje, con la paciencia agotada y la sensación de no tener mucho más que perder después de haber sido sumido en la pobreza por una camarilla de ineptos y corruptos, el pueblo marchó por las calles poniendo la mirada y su esperanza en los lideres. Ellos eran, a sus ojos, la única autoridad moral que podía hacer frente a la fuerza de las armas. La gente se sentó frente a los soldados, entonando cánticos, haciendo llamados a la compasión y expresando sus anhelos de libertad. Se podría haber encontrado un espíritu más agresivo en las gradas de un estadio de fútbol que en estas multitudes. Sin embargo, era así como ellos querían cambiar la historia de su país: la suya iba a ser una gesta pacífica porque no la querían de otro modo.

De pronto, camiones cargados de soldados se situaron frente a los manifestantes. Se bajaron los soldados y sin previo aviso empezaron a disparar. Al principio parecía que solo utilizaban gases lacrimógenos y balas de fogueo pero al final, viendo la sangre que manaba de los pechos desgarrados por los proyectiles, se podía comprobar que la arremetida era para provocar una masacre verdadera. A los heridos se les escapaba la vida mientras eran traslados en brazos por sus compañeros de faena y un gesto de incomprensión ante la barbarie surcaba sus rostros.

No había duda: los militares estaban dispuestos a bañar las calles de sangre antes de permitir que cayera el régimen. No importaba cuántos inocentes tuvieran que matar. 100, 200 o 1000… solo Dios sabe donde podía parar esa masacre. La gente corría, gritaba y se escondía. Las escaramuzas se alargaban hasta altas horas de la noche. Los manifestantes llevaban pancartas improvisadas en las que insistían en que la suya, era una lucha pacífica. Las revueltas siguieron muchos días, pero el movimiento emancipador estaba condenado a muerte porque el miedo se había vuelto a abrir paso, una vez más a tiros.

“¿Por qué nadie viene a ayudarnos?”, decían los  manifestantes, tratando de reavivar su sueño de libertad, conscientes de que se escapaba la oportunidad de liberarse del oprobioso régimen. “¿No ven que estamos solos?”, preguntaban entre carrera y carrera para salvar la vida. ¿Qué decirles? ¿Que a ninguno de los que podían hacer algo les importaba lo que ocurriera en un insignificante puntico en el mapa mundial?. Lugar donde la autodeterminación de los pueblos era la excusa perfecta para masacrar al pueblo con total impunidad. ¡Cuánta injusticia persiste en el mundo!

A pesar de la similitud, estos hechos no ocurrieron donde ustedes estaban pensando. Este es el relato de lo que sucedió en Myanmar durante la llamada “Revolución del Azafrán”. Donde los militares, que mantienen una férrea dictadura desde 1962, utilizaron las armas, en contra de los monjes budistas que lideraban las protestas pacificas del pueblo por la falta de alimentos, medicinas, servicios hospitalarios y otras calamidades.

Lea también
Comentarios
Cargando...