El diario plural del Zulia

El fujimorazo de Maduro, por Vladimir Villegas

Así como en el béisbol hay ocasiones en las cuales se da un ambiente propicio para el toque de bola, en la complicada política venezolana hay condiciones para que empeore el clima, ya de por sí con ictivo, que prevalece entre el o cialismo y la oposición. Todo indica que el 2017 vendrá cargado de nuevas y más serias tensiones. Todo apunta a que el chavismo apelará a todos los recursos que tenga en sus manos para mantenerse en el poder y alejar, hasta donde su capacidad de maniobra le permita, cualquier consulta electoral que le arrebate total o parcialmente el control de la situación.

En ese marco tan complejo, tenemos una fuerza opositora que hasta ahora no ha podido hacer un uso adecuado de su triunfo en los comicios parlamentarios de diciembre del 2015. Durante el 2016 no pudo cristalizar ni hilvanar una estrategia capaz de acortar su camino hacia la conquista del poder político. Todo lo contrario.

Lo avanzado en diciembre de 2015 no pudo ser consolidado. No salió Nicolás Maduro del poder en los primeros seis meses. No hubo referendo revocatorio, no hubo enmienda para acortar el período presidencial, no se realizaron las elecciones de gobernadores. Y tampoco, y es el tema, hubo gestiones exitosas en el plano internacional para lograr que el Gobierno entrara por el aro del pleno respeto a la Constitución.

La Organización de Estados Americanos (OEA) fue un escenario de batalla política entre el Gobierno y la oposición. Pese a que se dieron debates en torno a la factibilidad de aplicar, en el caso venezolano, la llamada Carta Interamericana, no fue posible hacerlo. Esta es una organización de gobiernos y en casi todos ellos predomina el criterio de no sentar precedentes que pudieran afectarlos en un futuro no muy lejano.

Una cosa es invocar ese instrumento para situaciones derivadas del derrocamiento de gobiernos, nacidos de la voluntad popular, y otra cosa es cuando se trata de un gobierno originado de las urnas electorales que se aparta de sus obligaciones y trata de cerrar el paso a los mecanismos de participación ciudadana, entre ellos el referendo revocatorio, que en el caso venezolano tiene rango constitucional.

Pues bien, este año, al menos, quedó claro que no había posibilidades de concretar una interpretación común en las dos terceras partes de los países miembros de la OEA, sobre la conveniencia de aplicar algunos de los artículos contenidos en esa Carta Interamericana. En el mejor de los casos solo habría prosperado una eventual suspensión de Venezuela, de acuerdo a lo allí establecido. Básicamente se le impide al Estado violador de las reglas de juego democrático, ejercer sus derechos como miembro de la Organización. Pero ni siquiera se puede enviar una misión in loco sin su consentimiento. Si estuviéramos hablando de un juego de béisbol, diríamos sin duda que hay un ambiente de toque. Una jugada de laboratorio, que en el caso de la política venezolana, no forma parte del librito. Esa jugada sería una eventual disolución de la Asamblea Nacional, gura que no aparece en el texto constitucional, salvo para una exclusiva situación, derivada de la destitución consecutiva del vicepresidente de la República por parte del Parlamento. Solo en ese caso el Presidente de la República podría tomar esa medida, para convocar inmediatamente elecciones de diputados. No hay otro supuesto que le permita, según la Carta Magna de 1999, una cosa como esa.

Pero estamos en Venezuela, donde el Gobierno ejerce un férreo control sobre el Tribunal Supremo de Justicia y no es descabellado adelantar como hipótesis, que el máximo tribunal del país avale un paso tan delicado, a partir de la declaratoria de desacato, ya dictada por la primera instancia judicial del país, después de que la Asamblea Nacional no aceptara la orden de desincorporar a los diputados indígenas, proclamados inmediatamente después de las elecciones parlamentarias.

Sí, como muchos temen, la Asamblea es disuelta de hecho, nuevamente Venezuela estaría en el ojo del huracán. Ya el secretario general de la OEA, el uruguayo Luis Almagro, ha alertado sobre las consecuencias de un paso en esa dirección por parte del gobierno de Nicolás Maduro. Y dirigentes y parlamentarios de La Mesa de la Unidad Democrática han confesado que esa hipótesis cobra mucha fuerza el día de hoy, por lo cual ya están discutiendo cuáles serían las acciones a seguir de concretarse sus temores.

Solo en el caso de la administración de Alberto Fujimori en Perú, en abril de 1992, un gobierno nacido del voto popular tomó una medida de disolver el Congreso. Lo hizo en medio de un gran apoyo de la sociedad. Luego, muchos años después, en 1999, el presidente Hugo Chávez promovió un proceso constituyente que implicó también la disolución del parlamento, pero previa consulta al llamado “soberano”.

Esta vez, Maduro lo haría en medio de un alto nivel de rechazo popular a su gestión. Y en un contexto internacional marcado por importantes derrotas de las fuerzas de izquierda en Argentina, con la derrota del peronismo kirchnerista, y en Brasil, con la destitución de la presidenta Dilma Rouseff. A eso se le suma la derrota parlamentaria del chavismo.

En su momento, la OEA no pasó más allá de gestiones muy tí- midas frente al fujimorazo. Al igual que en aquella ocasión, ante un hecho similar que pudiera ocurrir en Venezuela, la organización no cuenta con herramientas efectivas para revertirlo, más allá de un acto meramente simbólico como lo es una condena y lo ya comentado, una eventual suspensión. Pero obviamente una medida de esa naturaleza aislaría aún más al país e incluso pudiera implicar la pérdida de algunos aliados en la región.

Pero hay factores aun no ponderados, entre ellos cuál va a ser en realidad la política del nuevo gobierno norteamericano, presidido por Donald Trump, frente al gobierno de Maduro y ante un escenario de disolución del Parlamento. Eso está por verse.

Tal vez no se reúnan los votos suficientes en la OEA para una resolución contundente, pero en esta ocasión hay un núcleo más amplio y más activo de gobiernos dispuestos a hacer que la administración de Maduro, pague un alto costo por un paso tan peligroso. Venezuela está aislada en Mercosur y ya dejó de ser el factor hegemónico en la Unión de Naciones Suramericanas.

No solo ya no va a estar su aliado, el expresidente Ernesto Samper, al frente de la Unión, sino que la mayoría que controlará ese espacio de integración es francamente hostil a las políticas de Maduro. Las relaciones, ya de por sí tensas con la Unión Europea, se agravarían y pudieran derivar en acciones de represalia de distinta índole.

Por lo pronto, la iniciativa de diálogo promovida por el Vaticano sigue en estado de coma. No hay manera de revivirla, a menos que el Gobierno haga concesiones que no se vislumbran en el horizonte inmediato. El incumplimiento de los acuerdos y un eventual cierre del parlamento y de los caminos electorales hace prever que el país, nuevamente, estará en el centro de la polémica regional y mundial. Veremos si una eventual luna de miel entre Putin y Trump pone a salvo al gobierno de Maduro o si, por el contrario, Washington hará uso de todo su peso para obligar a Caracas a controlar sus impulsos. Ya lo veremos.

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