El diario plural del Zulia

Colas de incertidumbre

Bien entrado el siglo XXI, Trujillo es uno de los estados del país sin conexión aérea. El retroceso podemos medirlo al recordar que el campo de aviación de Carvajal existe desde 1937. Llegar a Trujillo, supuso volar a Barquisimeto, para lo cual debí madrugar para salir a las siete, y seguir tres horas por carretera hasta Valera. Al día siguiente, cumplí mis compromisos allí y en la capital del estado y el domingo, paré en Betijoque, y otra vez carretera tres horas hasta Maracaibo para tomar el vuelo de las 5:10 a Maiquetía. Salió tarde, así que llegué a mi casa como salí, a oscuras, tres días después.

Las peripecias de mi traslado son microscópicas si las comparo con las penurias que pasan los habitantes de ese estado andino, la región de José Gregorio, Rafael Rangel, Briceño Iragorry, Gabaldón, entre otros notables venezolanos. Porque nuestra historia no empezó en 1998.

En tierra trujillana vi las enormes colas en las estaciones de gasolina. Tres días a ver si puedes surtir el vehículo. En La Floresta, sector de barrios populares, vi otra cola, la de los pobres por una bombona de gas. ¿Hasta cuándo? me preguntan.

Al conversar con un productor rural en su larga espera, me contó que no hay semillas certificadas y las que siembra producen menos de la mitad, tampoco fertilizantes, plaguicidas ni herbicidas. La economía trujillana está en ruinas. No solo la agricultura, también el comercio y el turismo. ¿Cómo puede haber turistas sin gasolina o gasoil, con carreteras malas e inseguras y escasez de alimentos, más fallas de luz y agua?

La que sí prospera es la economía especulativa. El mercado negro, hijo inevitable del mercado rojo de restricción, prohibición, monopolio, estatismo y los abusos e ilegalidades que ellos traen. El bachaqueo de gasolina lo hacen los “pimpineros”. Se compra combustible en casas de familia. También se venden los puestos en las colas de las bombas.

A las 10:30 salí de Betijoque, por una carretera poco transitada, abundante en huecos y escasa en vigilancia, salvo alcabalas donde lo saludan y uno saluda y le preguntas a dónde se dirige. Al cruzar el puente sobre el hermoso lago, el impacto de esa visión conocida pero siempre imponente, se disipa por una kilométrica cola en San Francisco, la gente esperando por gasolina bajo el sol achicharrante de la 1:30. Al frente, a mano izquierda, un hombre joven con un morral tricolor de esos que reparte el gobierno, hurga en un container de basura.

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