El diario plural del Zulia

Colombia busca un día de paz en 53 años de guerra

Alberto Salcedo Ramos tiene 53 años y no recuerda haber vivido un día de paz.

Fue preciso que Héctor Abad Faciolince escribiera El olvido que seremos para que hoy día, a menos de un mes del plebiscito por la paz en Colombia, esté a favor del sí.

Héctor Abad Gómez caminaba por una calle de Medellín el 26 de agosto de 1987. Buscaba el velorio del líder asesinado esa mañana, Luis Felipe Vélez. El señor Abad Gómez era el presidente del Comité para la Defensa de los Derechos Humanos en Antioquia, y su lucha contra las injusticias era conocida por el paramilitarismo colombiano. Un golpe en el pecho lo derribó esa noche.

 “Cae de espaldas, sus anteojos saltan y se quiebran, y desde el suelo, mientras piensa por último, estoy seguro, en todos los que ama, con el costado transido de dolor, alcanza a ver confusamente la boca del revólver que escupe fuego otra vez y lo remata con varios tiros en la cabeza, en el cuello, y de nuevo en el pecho. Seis tiros, lo cual quiere decir que vaciaron el cargador de uno de los sicarios”.

Héctor Abad Faciolince reconstruye así la muerte de su padre en El olvido que seremos.

Salcedo Ramos —cronista colombiano— recuerda una agenda informativa plagada siempre de la palabra guerra. Se ha despertado con noticias de magnicidios, masacres, voladuras de oleoductos y ataques con cilindros de gas propano que son utilizados como proyectiles.

—Hemos padecido todas las formas de violencia

— reconoce. Se pregunta por qué suponer que un acuerdo de paz sería peor que 50 años de guerra.

—Es absurdo. Es el argumento que utilizan los guerreristas para legitimar esta confrontación que les resulta tan rentable. Hace poco un columnista argumentaba que Colombia no tiene dinero para asumir el costo del proceso de pacificación. Es curioso: se pregunta de dónde saldrá el dinero de la paz, pero nunca se ha preguntado de dónde sale el dinero para financiar la guerra. Lo difícil no es solo desmovilizar a los grupos armados sino desarmar el discurso incendiario de quienes, sin agarrar el fusil, mueven los hilos ocultos de nuestra guerra—.

El precio del acuerdo

La Habana, Cuba, fue testigo de otro acercamiento entre el Gobierno colombiano y las fuerzas insurgentes de la nación. Era mayo de 2014, y las negociaciones por la paz incluían, entre otros puntos, la eliminación de la producción de drogas ilícitas.

Tras algunos ataques de parte de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el grupo irregular expresa el deseo de continuar las conversaciones de paz. Tras ser declarados julio y agosto como los meses con los más bajos niveles de violencia relacionada con el conflicto en los últimos 40 años, el Estado y las FARC anuncian que antes de marzo de 2016 deben haber firmado un acuerdo definitivo de paz.

Pero el precio del acuerdo sería la impunidad.

Federico Uribe, hombre ni muy rico ni muy pobre, con 120 vacas lecheras en una finca al oriente de Antioquia, ha sido secuestrado dos veces por las FARC. La primera, cuando tenía 35 años y la segunda, a sus 46. Esa vez estuvo cautivo un mes y, tras solventar la cuota inicial, la guerrilla le dio tres años para completar los pagos.

Él, a todas luces, votará no el 2 de octubre, y su ex cuñado, el escritor Abad Faciolince, sí. El 2 de octubre Colombia aprobará o rechazará el acuerdo de paz que contempla, entre otras cosas, la concesión de indultos, perdones o amnistías necesarias para que las FARC bajen los fusiles.

—Yo no estoy en contra de la paz (…) pero quiero que esos tipos paguen siquiera dos años de cárcel— dijo en conversación telefónica con su ex cuñado.

Abad Faciolince entiende su posición con respecto a la impunidad, aunque no concuerde con él, y no lo considera un enemigo de la paz.

—Creo tener derecho, sin embargo, a decir que no me importa que no les den cárcel a los de las FARC (…) No me interesa que los asesinos de mi padre pasen ni un día en la sombra. Solo que cuenten la verdad y listo: que los liberen, que se mueran de viejos (…) Escribir del asesinato de un hombre bueno me curó de la necesidad de aspirar a una cárcel para los asesinos — asegura Abad Faciolince.

Todo tiene un precio, sostiene José Romero, especialista en estudios internacionales. No tengo duda de que en el plebiscito triunfará el sí.

—Imagina que detienen a un azote de barrio y que esa persona se compromete a no delinquir de nuevo. La gente, en vez de asesinarlo, lo deja libre. Y eso sucede porque lo que se quiere es que no moleste.

Como una ruleta: para que esos acuerdos de paz sean efectivos es necesario que haya un sacrifico por el orden social de una nación. En este caso, la impunidad.

Dilema

Escribía Alberto Salcedo Ramos vía correo electrónico que en Colombia hay heridas profundas que no sanarán por decreto. Solo con esfuerzo y madurez se llegará a la indulgencia.

—Las víctimas necesitan reparación y los líderes necesitan entender que este no es un proceso penal sino político. Pretender que la guerrilla se someta a largas penas carcelarias es llevar el conflicto a la misma sinsalida de siempre, donde los que terminan ganando son los mercaderes de la guerra—.

Pero el Estado debe ceder en algo, y la guerrilla también.

—Es justo que reciban un castigo por todo el dolor que ocasionó— sentencia el cronista.

Aun cuando opina que aceptar ese castigo es un acto de justicia con las víctimas, reconoce que la única manera de resolver el conflicto armado es haciendo concesiones. Cediendo.

—No es un misterio que la guerra ha sido un gran negocio. Me pregunto si quienes llevan tanto tiempo disfrutando del negocio redondo que es la guerra se quedarían cruzados de brazos aceptando un acuerdo que conspira contra sus intereses. Es un temor que me da. Quisiera ser optimista, pero tengo mis reservas porque sé que en Colombia hay una ultraderecha feroz que pone en peligro el proceso. La reconciliación va a ser complicada—.

Los rencores se superan si se perdonan. Que un guerrillero reconozca sus crímenes supondría realmente la paz. Héctor Abad Faciolince, a cambio de una declaración pública, está dispuesto a desearles a los paramilitares lo que le arrebataron a su padre una noche de 1987 : una larga vejez y una muerte tranquila en la cama, con su familia.

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