El diario plural del Zulia

Sometimiento ancestral

En pocas cosas piensa ella además de la comida de sus siete hijos y en sus susús. Yajaira no quiere dar su nombre. Es entendible porque si en la ranchería wayuu Santa Ana se enteran de quién es ella, no recibirá una bolsa de comida más. Por eso se llamará así: Yajaira.

Ese asentamiento de la parroquia Antonio Borjas Romero tiene las características propias de la Alta Guajira: árido, seco e inhóspito. Los ovejos caminan por las trillas de arena tan flacos como sus dueños. Las casas son de concreto, pero tienen enramadas. Hay plantaciones —aunque pocas— de yuca, plátano y auyama.

Es que los paisanos buscan estar lo más cercano a su tierra.

Hace 20 años se construyó la enramada desde donde la mujer wayuu venida desde La Guajira colombiana hace 20 años habla.

—Antes yo no era así. Esta manta la tuve que remendar; yo era gorda, goooorda yo. Pero ajá, como la comida es poca y mis hijos (…)—.

Los pueblos aborígenes del país se desarrollaron de acuerdo con las posibilidades y recursos del medio geográfico. La tierra es la madre y el agua es vida. Pero al oeste de Maracaibo, donde se concentra 70 % de la población wayuu, las condiciones de vida se transformaron. Ahora las pugnas no son por territorios, si no por comida.

Yúser Fernández sí da su nombre para denunciar que el consejo comunal de su asentamiento, Brisas del San José, en la jurisdicción de Venancio Pulgar, juega con la repartición de las bolsas de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP).

Con determinación, incita a Petra González a declarar la injusticia que vive en el asentamiento vecino, Sobre la misma tierra.

—Desde los tiempos de Pablo Pérez esta gente molesta. Nunca he logrado comprar una bolsa del CLAP porque todavía dicen que yo soy de Pablo Pérez— se lamenta con pena.

Peggy Rincón tiene la rabia por dentro. Pareciera que no porque su rostro tiene poca expresividad, pero el hecho de que le quiten la leche de sus hijos ya es motivo suficiente.

—Los voceros de los concejos comunales nos humillan, y todo por una bolsa de comida—alega.

Guerra entre clanes

Hay una bomba de tiempo en Maracaibo oeste.

La sociedad wayuu es muy apegada a sus costumbres. Todo cuanto tienen lo comparte y viven en verdadero socialismo en su lugar de origen. Pero de un tiempo para acá, desde que se establecieron los CLAP en las comunidades, hay guerra silente que amenaza con acabar con la paz de los indígenas en la ciudad.

—Los enfrentamientos entre wayuu están por suceder si el Gobierno regional no atiende las irregularidades en la repartición de las bolsas de comida— advierte Avidio Mengual, miembro directivo de la fundación Soy Tawala.

En el asentamiento Nectario Andrade Labarca viven los López. Solo hay pilones y paredes a medio levantar y un rancho que se llueve cuando hay mal tiempo. Si no fuera porque antes trabajaron en la recolección de firmas del 1 % para activar el revocatorio presidencial, ellos, hoy, tuvieran techo seguro.

El sometimiento ancestral es algo muy común al oeste de la ciudad. Agentes internos de las comunidades presionan a los paisanos prometiéndoles comida y mejoras para sus viviendas. En la ranchería de Santa Ana, Yadira debe callarse las irregularidades para poder seguir optando por la bolsa de comida de los CLAP.

—El hambre es lo que mata al guajiro— sentencia Avidio Mengual.

Migración forzosa

En La Guajirita I vive Alfredo González, secretario general de la Organización Nacional de Indígenas de Venezuela.

Sentado en su enramada, explica que dentro de la comunidad wayuu se da un fenómeno que responde al miedo ancestral de ser humillado y por eso es que sus paisanos sienten que la vida les debe algo.

Todo lo que rodea a los indígenas es un discurso construido. Desde tiempos ancestrales han sido sometidos a despojos e invasiones. Se ha jugado con ellos al out y, por ende, se han descontextualizado sus problemas.

—Se nos hace creer que somos víctimas y somos nosotros los que nos hemos autoexcluido. Creemos que tenemos que ser resarcidos, y ese discurso se ha materializado en la pobreza física y mental— argumenta el profesor y comunicador social.

La solución es que se enaltezca el papel del indígena wayuu.

Hay talentos, de eso no hay dudas, pero lo que escasean son las oportunidades de progreso. Junto al hambre en el oeste, se produce un nuevo fenómeno: la migración forzosa.

En el asentamiento Catatumbo vive la mujer que no le vino a lavar la ropa interior a las alijunas.

En el asentamiento Catatumbo está la matriarca que se vino detrás de la comida de los blancos y del agua fría.

Ha pasado mucho tiempo desde entonces, hace 30 o 35 años. La mala situación la ha golpeado, por eso a veces piensa en regresar.

La doña sonríe con picardía. Habla solo wayuunaiki. Avidio Menguala Tawala traduce.

Dice que le gusta estar aquí, pero está difícil conseguir la comida. Extraña su tierra y llora porque cada vez es más complicado viajar. Un pasaje puede costar hasta 20 mil bolívares.

Por años, el wayuu fue sumiso en tierras ajenas, pese a que su historia habla de un pueblo bravío.

En las rancherías y asentamientos del oeste de Maracaibo ya hay un nuevo sentir. Yúser Fernández lo llama el despertar de sus paisanos.

—Ya el wayuu despertó— concluye.

 

 

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