El diario plural del Zulia

Siete familias viven en las ruinas del Politécnico Humboldt

El llanto de Crístofer irrumpe con la tranquilidad del lugar. Un vallenato de fondo y la algarabía de Brenda le dan alegría a la oscuridad de las ruinas. Aquellas ruinas donde viven siete mujeres, madres de familia que han quedado sin hogar y solo lograron cobijarse dentro de las paredes de un politécnico antiguo, el Humboldt.

Desde el último cuarto sigue el llanto. Es fuerte, al parecer el pequeño que nació el pasado 11 de febrero tiene hambre. Hay que subir unas escaleras verdes teñidas de grasa y polvo. Debajo de ellas hay acumulados algunos escombros. Con ellos, conviven roedores y ciempiés. Niños y adultos han aprendido a defenderse, a matarlos.

Érica Martínez tiene cinco hijos. El último es el que llora dentro del politécnico ubicado en las adyacencias de la Catedral de Maracaibo, exactamente en la calle 95. Solo dos de sus vástagos residen con ella y su esposo, quien actualmente está desempleado.

Mientras le cura el ombligo a Crístofer, Érica cuenta que tiene pañales gracias a la bondad de su suegra que vive en Colombia, pero la leche no tienen cómo comprarla. “Ella me los envió”. Dos colchones matrimoniales, desgastados con los años, reposan encima de una cama improvisada. Su ropa y enseres están ordenados encima de cajas y sillas. Por lo menos la habitación de Érica y sus hijos está limpia.

Cada quien tiene su privacidad dentro de las ruinas revestidas de blanco. El olor a orine y a humedad dan cuenta de un lugar insalubre para los niños. Brenda, de siete años, recibe al equipo de Versión Final en el lugar. A ella la acompañan Beatriz Sandoval y Rosa Riaskos, su mamá Yuli Mosquera la deja sola con una hermana mayor, de 14 años, mientras sale a buscar el dinero para poder llevarse el alimento a la boca.

Rosa, una mujer de piel oscura y trenzas, es repostera, tiene un año que fue desocupada de su antiguo hogar, donde residía alquilada. “Me tuve que ir con mi hijo que es discapacitado. Tiene un problema en la pierna y en el ojo. Él a veces me ayuda y cuida carros”. El joven tiene necesidades especiales desde su nacimiento, luego que el cordón umbilical se le enredara en el cuello.

El sueldo mínimo no le alcanza, su pieza está divida en cuarto y cocina. Con sábanas tapan los huecos de las paredes que se han caído. Su esperanza está puesta en la Gran Misión Vivienda Venezuela, en la cual se censó hace 10 años.

Beatriz fue una de las últimas que llegó a invadir. Ha tenido que separarse de sus hijos porque los funcionarios encargados de la protección de menores le manifestaron, que las condiciones no eran las idóneas para que los pequeños de 7, 5 y 4 años vivieran allí. Ella tiene una “culebra” como la llaman, con una mujer que quiere apoderarse de su habitación.

Ella está desesperada y todos los días viene a amenazarme, yo de verdad no tengo miedo porque es una persona igual que yo y aquí la estoy esperando”, dice la joven madre.

A eso están expuestas, a la violencia. Por las noches tiemblan de miedo cuando sienten pasos de personas que ingresan a los pasillos y las áreas inútiles del antiguo politécnico. Trancan sus puertas con pasadores y cadenas. Colocan palos, ollas y cualquier objeto pesado detrás de ellas para asegurarse mejor.

“En la noche se metieron”, narró el miércoles Wendy Martínez. Le robaron una olla que le prestaron y ahora tiene que pagar, 15 mil bolívares por ella. Está preocupada porque su cuarto no tiene bombillo y en un colchón tendido en el suelo duermen sus tres hijos, ella y su esposo.

Él vende frutas y con eso es que nos mantenemos. Aquí los niños se me han enfermado de escabiosis y he tenido que llevarlos al hospital, gracias a Dios están mejores”.

Ventiladores sin protección y cables tendidos improvisadamente se aprecian en la infraestructura.

Cada quien vive su independencia pero a cada una le duele la condición del otro. “Queremos que nos reubiquen pero a todos de una vez”, dice Beatriz, quien también espera por la llamada de los funcionarios de la Misión Vivienda, en la que se inscribió desde hace cinco años.

Vender bolsas en La Cotorrera todos los sábados, es su trabajo. Con eso no se mantiene aunque le alcanza para tener algo guardado. Camina con el equipo y va mostrando las necesidades de cada uno de sus vecinos.

“Mijita no hagáis tanta bulla, dejá de gritar”, le dice la pequeña Brenda, quien no deja retratarse ante la cámara fotográfica. Estaba de día libre en la escuela porque no tenían dinero para trasladarla.

De noche escuchan pasos en los techos, risas y golpes. No saben quienes están ahí. Por la entrada principal puede ingresar todo el mundo porque no hay puerta, solo unos palos que atraviesan las siete mujeres, líderes de la invasión para obstaculizar el paso de curiosos y moradores.

Ahí permanecen porque no hay opción. Cada una tiene una historia distinta. Está Luisana Chirinos, de 24 años, que ha salido adelante junto a su hija de cinco años. Su madre no la puede ayudar porque viene de una familia numerosa. “Somos 11 hermanos y mi mamá tiene una casa muy pequeña, por eso estoy aquí con mi hija”.

Luisana trabaja en una empresa de venta de pollos, con eso le brinda el alimento a su pequeña, pero no le da para adquirir una vivienda digna.

A leña

Las bombonas de gas están en 4 mil bolívares, ellas que son las administradoras de sus hogares, pre eren gastarlo en comida y cocinar a leña. Una rejilla y cuatro bloques estaban encima de la brasa, la comida la hacen ahí, día tras día. Otros ni siquiera comen.

Beatriz muestra otras de las habitaciones. Un colchón se asoma, casi desaparecido del sucio. Allí vive Johanna Gil, de 55 años de edad.

No estaba en su cuarto, donde una estiba es la puerta de entrada. Johanna trabaja como dama de compañía en la Plaza Bolívar de Maracaibo. Tiene un problema en el hígado y necesita ser operada de emergencia. Para eso está trabajando día con día.

Todas están esperando viviendas. No creen ya en promesas, solo quieren que sus hijos crezcan en un lugar con mejores condiciones, donde la delincuencia y la prostitución no los alcance, donde puedan gozar de todos los servicios.

A escasos 300 metros está la Gobernación del Zulia y el Consejo Legislativo del estado Zulia (CLEZ). A diario pasan funcionarios de la Alcaldía de Maracaibo y de varias instituciones del Estado. Nadie se conduele. Nadie piensa en el hambre de Crístofer y de Brenda, en la escabiosis de los hijos de Wendy ni en la discapacidad del hijo de Rosa.

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