El diario plural del Zulia

Movilizarse entre la anarquía y lo denigrante

El caos, el desespero y el drama se plasman en una crónica que re eja la situación del transporte público de Maracaibo

8:00 a. m.

Curva de Molina. Hora pico. El sol se había quitado las sábanas y alumbraba los cuatro puntos cardinales de Maracaibo con el cielo despejado. Abajo, las calles lucen congestionadas.

El bullicio de la gente se confunde con las cornetas y el estruendo de las santamarías de los negocios. Una encrucijada ruidosa indica que estamos en el oeste de Maracaibo.

8:15 a. m.

Hay colas en cada esquina, en las cuatro. Un hombre —quizá de cincuenta años, calzado y con vestimenta común— camina por una de las aceras, vía El Marite, ve un pedazo de arepa en el piso, se agacha, lo toma y ni siquiera lo observa bien. Se lo come.

En esa misma dirección, cerca de cincuenta personas hacen una la diagonal que obstaculiza la mitad de la carretera. En sentido opuesto, vía La Concepción, una cola larga de automóviles espera su turno para surtirse de combustible en la estación de servicios de la zona.

8:35 a. m.

La basura se acumula debajo de la valla de la avenida “La limpia”. En ese corredor vial, seis funcionarios del Instituto Municipal de Transporte Colectivo y Urbano de Pasajeros del Municipio Maracaibo (Imtcuma), vestidos con chalecos color vino, se reúnen al lado de una venta informal de alimentos de primera necesidad.

Murmuran, ríen y cada uno se dirige a las distintas paradas impuestas por los pasajeros. La hora pico está en su apogeo y nos apresuramos a la próxima parada: El Centro Comercial Galerías.

8:45 a. m.

La fila es larga, hay mujeres embarazadas, otras con niños en sus brazos, hombres con sacos de frutas, jóvenes maquilladas y entaconadas. “Verga, no llegará un bus nunca”, refunfuña un muchacho.

Llega una “chirrinchera”, también conocida como “perrera”, la “nueva modalidad de transporte” que ha “paliado” la crisis de buses y carritos porpuesto en Maracaibo, cuya permanencia no se rige por ninguna línea autorizada. Mas Willy Casanova, alcalde del municipio, permitió el uso de estos vehículos siempre y cuando “cumplan” con las normativas en materia de tránsito.

La gente sale tras él, sin orden alguno, quien corre más rápido sube primero. Es un camión 350 modificado con una armadura de metal. Por fortuna, tiene techo (a diferencia de otros, que están descapotados al cielo y con mecates para sostenerse). Unas cabillas, que atraviesan el techo horizontalmente, permiten que los usuarios puedan mantener el equilibrio si quedan parados.

Están tan altos que parecemos reses guindadas: desnudos, expuestos; sin cabeza, sin nada qué pensar. Un funcionario del Imtcuma se
acerca al auto para pedir quietud y la gente se queja. “Ah, vaina, si no te gusta, buscanos un bus entonces”, replica un pasajero de manera desafiante. El funcionario se retira sin decir nada. Arrancamos.

Las caras largas y el silencio se unen durante el camino, solo quienes se que dan en la vía rompen con esa atmósfera. “¡Por aquí!”, grita una mujer. El colector, moreno de camisa color lila, silva con fuerza para avisarle al conductor que pare. En los 90, durante la gestión de Fernando Chumaceiro, se gestaron la Red Maestra y la Complementaria. La primera consistió en ordenar las principales rutas para evitar los trasbordos innecesarios. Entre esas líneas estaban: La Curva con San Martín y El Milagro; La Paragua con Las Banderas;
y El Milagro con Sabaneta. La segunda cubriría las zonas más vulnerables de la ciudad. Con los años, muchas unidades dejaron de funcionar por falta de mantenimiento.

Durante la administración de Gian Carlo Di Martino, el plan Maracaibo Siglo XXI contó con 50 unidades (20 buses y 30 microbuses). En ese entonces, los conductores de carritos por puesto amenazaron con hacer un paro inde nido. La respuesta de la alcaldía fue declararlos “patrimonio municipal”.

Por años, los proyectos no han sido su cientes, de acuerdo con el estudio Los carritos por puesto de Maracaibo: incongruencias entre objetivos políticos y objetivos técnicos en políticas públicas en el transporte urbano, de Joheni Urdaneta y Rosa Ocaña.

9: 35 a. m.

C. C. Galerías. El calor empieza a acosarnos y algunos aprovechan cualquier objeto que haga sombra. Cerca de las paradas de Circunvalación 2 y el Centro existe otra de taxi. Nos refugiamos un rato del sol, mientras viene un bus hacia el Kilómetro 4, y un
anuncio escrito en una tapa blanca de pintura dice: “Taxi Galerías. Se acepta todo tipo de pago. Pago móvil, efectivo, transferencia, trueque. Harina, azúcar, arroz, pasta, margarina, entre otros. Gracias”.

9:45 a. m.

La cola corre rápido, porque la gente también lo hace. Llegó una “chirrinchera” sin techo a los quince minutos y nos subimos. “Tengo 15, chamo”, le anuncia una muchacha al colector, empapado de sudor, y él solo le hace una seña para que se suba. Ella es la última vencedora; va de “banderita”. Por el camino, algunos se bajan y, en vez de silbidos, el aviso es el golpe de un tubo contra la camioneta.

Una mujer, con los ojos cerrados, se agarra con una mano de la madera que sirve como “corral”, mientras que con la otra lleva carpetas y un libro que dice en contraportada: “Meditaciones matinales para adultos”. “¡Tac, tac!”, suena el tubo. Estamos en el sur; a
despertarse.

10: 55 a. m.

Kilómetro 4. “El 4” es un pedacito del centro, un caos condensado. La hora pico aún no se ha ido y ya está a punto de volver. El sol arrecia y hay tres grupos de personas esperando un bus en las paradas improvisadas por ellos mismos. Cada vez que llega uno de Galerías, todos corren, se empujan y hasta trepan para irse en el techo.

El Soler, La Polar, Kilómetro 5, Gaiteros y Circunvalación 3 parecen menos atiborradas que las demás, pero sus unidades no pasan con frecuencia.

11:15 a. m.

Esperamos por 20 minutos un bus hacia el Centro. Nos subimos y, mientras nos alejamos, la cola hacia Galerías luce intacta. Dentro del bus, la humedad es as xiante, el conductor —un muchacho con pelo largo y con unos lentes sin cristal— pelea con algunos pasajeros que se niegan a pagarle 25 mil bolívares. “Chamo, están pasados, como si el efectivo estuviera fácil”, replican unos muchachos en coro, al tiempo que le entregan 20 mil. El colector los recibe.

11:35 a. m.

Un cartelito rojo y desgastado indica: “Unidad incorporada al programa de Rutas Estudiantiles”. Todos pagan por igual en este trayecto. El Imtcuma estableció la nueva tarifa del pasaje urbano en 10 mil bolívares para la ruta corta y 15 mil bolívares para la ruta larga a partir del 16 de junio. No obstante, el pasaje ronda los 20 y 25 mil bolívares (y no aceptan los billetes del cono viejo ni los de 500 del nuevo).

“¡Pa’ atrás, pa’ atrás! Aún caben”, continúa el joven. Se sube más gente, un vendedor de caramelos intenta convencer a algunos sin éxito, y otro bus, de color blanco, transita paralelo al nuestro. Alguien se asoma por una de sus ventanas y respira hondo; vuelve
a meterse. Todavía queda mucho camino para llegar al Centro.

El 70 % de la población maracaibera usa transporte público; unas 800 mil personas, según la Central Única de Transporte del Zulia. Erasmo Alián, presidente de dicho ente, afirmó que cerca de unas 14 rutas han desaparecidoen el 2018. En consonancia, datos de la Asamblea Nacional indican que solo el 10 % del transporte público opera en Venezuela. Asimismo, una comisión del Parlamento denunció que 55 personas han muerto en medios de transportes improvisados desde abril.

12:25 p. m.

El Centro (este de Maracaibo). Llegamos a unos metros del Centro de Arte Lía Bermúdez, pero nuestro destino está en la parada que nos llevará al norte de la ciudad para terminar el recorrido.

El Metro de Maracaibo está vacío. Una señora se pone las manos en la cabeza cuando se entera que no funcionará ese día por los problemas eléctricos que tiene la ciudad desde hace semanas. Uno de los trabajadores del lugar se compadece y la invita a usar un Metromara, que cubre gratuitamente las estaciones del metro.

“¿Dónde, mijo?”, pregunta la señora un poco alentada. “Ahí”, señala el joven con el dedo índice. La mujer se pone de nuevo las manos en su cabeza. La cola es larguísima.

12:45 p. m.

Caminamos a través del distribuidor Jesús Enrique Lossada, un hombre con sus cuatro extremidades amputadas le pide dinero al gentío que está casi en medio de la calle. Quienes lograr tomar un bus (el casi extinto Ruta 6), se apresuran en entrar y la unidad parece un embudo.

El sol enciende más las calles y los cambures, dispuestos en las aceras para venderse más barato en efectivo, encandilan con su amarillo. Los suéteres, las sombrillas, las carpetas, las gorras y las manos son la protección parcial de muchos. El letrero de la Avenida Libertador no solo da direcciones, sino sombra, así que la gente intenta aprovecharla.

Aún hay carritos para “el 4”, de hecho, pasa uno y una señora corre tras él. Le pregunta en cuánto está la carrera. Acepta con resignación y se embarca con tres personas más en los puestos traseros. Nadie quiere quedarse.

1:30 p. m.

Encontramos un bus de San Jacinto que nos llevará al norte de Maracaibo. El sudor, el cansancio y el trayecto pasan factura. Esta ciudad camina sin pies. Arrancamos, tenemos camino por recorrer. Reta nuestra humanidad.

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