El diario plural del Zulia

Maracaibo, la zona cero del colapso de Venezuela

La segunda ciudad de Venezuela es hoy el símbolo más tangible de la decadencia. La resignación se respira en toda la ciudad, muchos siguen mirando por el espejo retrovisor de un pasado de prosperidad que saben que no volverá

La palabra lo envuelve todo: luz. Cada conversación, cada rutina en Maracaibo gira en torno a la falta de electricidad. A ella están vinculados el suministro de agua, el consumo de gasolina, la conservación de alimentos, la distorsión de la vida de cientos de miles de personas.

La segunda ciudad de Venezuela, emblema hace décadas del auge petrolero, es hoy el símbolo más tangible de la decadencia. Cuando unos apagones masivos dejaron en marzo al país a oscuras, la crisis eléctrica no representó una novedad, pues se convirtió en una constante en 2017. Y no ha dejado de golpear a sus habitantes.

Hay un ecosistema de supervivencia que retrata ese colapso, que asfixia especialmente a las clases populares, y encapsula muchos de los males derivados de la desastrosa gestión económica del régimen, del tráfico de divisas a la venta ilegal de medicamentos, que el chavismo achaca a la injerencia extranjera.

A las 11:30 de la mañana del viernes, con una temperatura que supera los 30 grados y una sensación de calor que roza los 50, el hedor a carne podrida invade los pasillos del mercado de Las Pulgas. María Rivero, de 43 años, vende vísceras y patas de res. “La mayoría de los productos necesitan refrigeración y ¿qué pasa?, como se va la luz, la mercancía sale toda descompuesta”, lamenta.

Aun así, logra colocar chunchurria a 4.000 bolívares el kilo. Esto es, la décima parte de un salario mínimo, que equivale a unos siete dólares. Casi nadie acepta billetes de cien, los de más baja denominación, mientras todos anhelan dólares y pesos colombianos, reseñó El País de España.

Los apagones afectan a las comunicaciones y la conexión a Internet. La crisis eléctrica ahonda también en su aislamiento.

La resignación se respira en toda la ciudad, que antes de que se disparara el éxodo hacia Colombia, tenía más de dos millones de habitantes. Aun así, muchos siguen mirando por el espejo retrovisor de un pasado de prosperidad que saben que no volverá, al menos a corto plazo. Maracaibo era conocida como la “ciudad más fría” del país por el uso masivo de aire acondicionado. Hoy, cada noche, una imagen preside los sectores residenciales, donde escasean los generadores. Muchas familias duermen en la puerta de sus viviendas, tenuemente iluminadas por mechurrios o lámparas de gas.

Inés de Davalillo vivió en su propia carne ese declive. Esta mujer, de 75 años, lo perdió casi todo, salvo el afecto de sus allegados. “A mi edad, yo no pensaba vivir esta vejez. No solo tenemos el problema de la luz. Es la salud, sobre todo. Soy diabética y tengo más de tres años sin inyectarme insulina. Primero porque no se consigue y segundo porque la que se consigue no está a mi alcance”, asegura.

Atardece en Maracaibo. Un grupo de hombres se acerca a una cañería rota que ha formado un riachuelo en medio de los desechos. Ángel Vivas, de 51 años, camina más de un kilómetro para recoger un poco de agua y llevar unos contenedores a su casa. La utilizan principalmente para lavarse y algunos aseguran que se puede beber una vez hervida.

Mientras tanto, a orillas del lago, después de un día lavando recipientes de plástico en aguas contaminadas por menos de un dólar, Anileidy Vilches, de 32 años, se prepara para otra noche. “Toda la vida viví aquí, en la calle, desde carajita”, dijo horas antes.

—¿Corre algún riesgo?

—“No. De todas maneras, yo duermo con Dios”.

Policías, sobornos y gasolina: Siete horas para llenar el depósito

Es mediodía en la bomba de los Quintero. La escena es una representación del caos, aunque parece regida por una organización misteriosa en la que cada actor desempeña un papel. Los empleados de la gasolinera, los clientes a la espera —cientos, quizá miles—, un grupo de enchufados, guardias y militares controlando el paso de vehículos.

Javier Sarmiento, ingeniero civil de 37 años, come su almuerzo en un táper sentado en su camioneta pickup. “Llevo siete horas y así tengo que hacerlo dos veces a la semana, desde hace semanas. Ya estamos cansados”, se queja. Él está a punto de ser atendido y ha perdido toda la mañana. Otros consumirán la tarde a la espera.

Antes esperabas una o dos horas”, explica Ángel Quintero, 38 años, empleado en la estación de servicio, una de las 20 gasolineras de Maracaibo que cuentan con generador eléctrico y pueden operar todo el día.

“La planta eléctrica era para emergencias, pero ya no. Ahora es para todos los días”, continúa. Se le acerca un teniente coronel del Ejército para susurrarle algo. “Diga, mi comandante… Usted me dice y yo cumplo”. “Tengo que hacerle caso por encima del dueño de la gasolinera”, comenta una vez se ha ido. Mientras la mayoría de los clientes aguardan horas bajo el sol, unos pocos conocidos logran colarse por un sobreprecio de cinco dólares. Todos participan de sus beneficios.

Este trabajador, que acaba de cobrar 32.000 bolívares soberanos por la quincena (seis dólares), acumula hasta 200.000 o 300.000 con estas mordidas. Después se reparte la maraña con los uniformados. “Este es el mundo al revés. Llegaron ellos y tenemos que compartirlo. Primero llegaron los policías, llegaron los guardias y tenemos que compartir con los guardias…”.

Sin embargo, a las afueras de Maracaibo, camino de la frontera con Colombia, se instaló un sistema de tráfico ilegal para todos los que puedan pagar en dólares o en pesos. Los llaman pimpineros, en referencia a las pimpinas o pequeños tanques de combustible, y se colocan a los dos lados de la carretera. ¿La policía no dice nada? “Sí lo hace, pero ahorita la vida está dura, qué vamos a hacer aquí. Los mismos policías vienen aquí a vender”, asegura uno de ellos.

Evencio González, de 67 años, controla uno de esos puestos junto a su antiguo restaurante, que tuvo que cerrar por falta de clientes. Explica que se encarga de mantener el orden en la zona y así evita las visitas de las fuerzas de seguridad. “Estamos comprando 25 litros a 20.000 soberanos. Nosotros los vendemos a 30.000”. Con una ganancia de menos de dos dólares por bidón, no deja de ser un negocio pujante, ya que González vende unos 200 litros al día. “Es el trabajo de ahorita”, asegura su nieto Orlando.

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