El diario plural del Zulia

El hambre riega sus migajas en los caminos rurales

Andrés entrecierra los ojos. Emparamado, a las orillas del Lago, mira fijamente a un pato de plumas marrones que remoja su cabeza en aguas contaminadas, a unos 20 metros. Le espía. Le desea. Es su potencial almuerzo.

—Me le acerco así por detrás, tranquilito —gestos de zigzag con ambas manos—, y le agarro el pescuezo. Lo desnuco o le doy dos coñazos y listo.

Él, un niño de apenas 12 años, es acechador experimentado. Dice que a veces las aves le pican los dedos. Toma venganza rompiéndoles el cuello. Luego las despluma para asarlas en sartenes oxidados, bajo una pila de leños rurales encendidos.

Es el mayor de un grupo de cinco niños de entre ocho y 12 años que habitan en zonas aledañas del Malecón, en el centro de la ciudad.

Descalzos algunos, con gomas derruidas otros, con apenas ropas andrajosas que les recubran, pisan polvo, monte, nadan en el estuario de Maracaibo. Y en sus territorios cazan para sobrevivir.

Comen aves, iguanas, caracolitos que hallan bajo piedras mohosas, gallinas, cangrejos, crustáceos de la especie ermitaña. A Andrés le encanta beber la sangre de los machorros.

—Hmnnn, ¡sabroso! Sabe bueno. Todo es bueno.

Soba su estómago como si se saciara. Pero su panza no ha tenido tal placer esa mañana. Un vendedor de cepillados del área le había acusado, minutos antes, de comer zamuros.

—¡Guácala! Ese animal come carne muerta.

Todo lo demás entra fácilmente en su menú rupestre. Tienen hambre. Les sobra. Son miembros élite de ese club social que cada día suma miembros en Venezuela: el de la pobreza.

La Encuesta Nacional sobre Condiciones de Vida, realizada por académicos de las universidades Bolívar, Central y Andrés Bello de Caracas, afirma que 81,8 % de los hogares de Venezuela viven en pobreza. Hace solo dos años ese ítem se ubicaba en 48 %.

A Andrés se le pierde la mirada. Ya no observa su presa emplumada. Corre hacia una chalana que llega a la orilla. Se despide entre gritos. —¡Voy a ver si traen pescados! Allí comparten todo.

Flamencos y osos

El hambre deja migajas en Zulia. Puede seguirse el camino de sus historias. Al norte de Maracaibo, por ejemplo, basta con hurgar entre los matorrales y los márgenes de la laguna de Las Peonías: sobran las cabezas, patas, huesos y plumas de flamencos asesinados para consumo humano.

Biólogos y estudiantes de la Universidad del Zulia son testigos. Luis Sibira, joven alumno de Biología, suele visitar el lugar para contar los animales y observar su comportamiento. La última vez encontró evidencias de una matanza de las aves exóticas.

“Vimos, además, una concha de escopeta en una de las orillas. Con un solo disparo pueden matar hasta cinco o seis flamencos”. Han descubierto al menos cuatro escenas similares desde noviembre.

La hambruna también deja huellas en municipios foráneos. Restos de osos hormigueros quedan regados en los caseríos de Los Puertos de Altagracia, donde el animal es común.

Ángel Viloria, jefe del Instituto Venezolano de Estudios Científicos, explica que esa raza es dócil; no tiende a moverse con rapidez, por lo que es fácil presa de cazadores furtivos, que los rodean y golpean con palos hasta matarlo.

Lazo y hambre

Un ciudadano común podría escandalizarse al hallar el cadáver desmembrado de un perro en alguna esquina de Santa Lucía. Robert Linares, supervisor de barrido manual en Maracaibo, ni se turbó cuando le tocó aquel turno.

Él y sus equipos municipales de limpieza están acostumbrados a recolectar torsos y partes de animales claramente eliminados para consumir su carne. Partes de caninos, gatos, caballos, burros, gallinas y palomas son remanentes del botín. “Lo veíamos muy poco en el pasado, pero esto está desatado”.

Bien atado, firme, está el lazo que alistó Andrés con una cabuya blanca y delgada a orillas del Malecón. Pone señuelos entre la arena y el monte. Un jalón a tiempo garantizaría su cena. Hoy no engaña a las gaviotas. No quieren picar el anzuelo. El centro de Maracaibo estalla en su bullicio. La ciudad vive, fluye. Gritan las bocinas, resuenan las ofertas. Y a 50 metros, Darianny, una niña de tan solo 10 años, de pelo sucio y enredado, trata de esconder la bolsa de pan dulce y el refresco de cola que un joven le acaba de regalar.

Sentada sobre una piedra, mojada por su chapuzón matutino, implora a su benefactor que no llame todavía a Andrés y a sus otros compañeritos. Quiere tener chance para comerse al menos dos panes. Come desaforada.

Tiene hambre. Demasiada.

Lea también
Comentarios
Cargando...