El diario plural del Zulia

El bachaqueo se impone en comercios de La Limpia

A no ser porque trabajan tanto de día como de noche, los bachaqueros serían como murciélagos que sorprenden a la gente en las madrugadas. Se esconden en el Mercado Periférico de La Limpia y solo se dejan ver si en el Centro 99 que está al frente es necesario tomar decisiones. Vuelan de sus escondites con 20, 30 o 60 cédulas en su bolsillo, muchos billetes marrones y verdes y fiscalizan que el equipo haga el trabajo.

Son libres para operar: no hay un policía. Tampoco militares.

cifraversionfinalEn una madrugada reciente, ese equipo, los de “El Chamo”, no “sacaron” nada porque ya lo habían “sacado” todo. En los anaqueles solo dejaron jabón en polvo para lavar y jugos El Valle. ‘Y desinfectantes’, gritaba un hombre musculoso vestido de rojo. Nada de comida. Nada.

Hoy es otro día.

Así son en su mayoría: hombres que se ubican en los primeros puestos de la fila cuando ya sale el sol para blindar el espacio y asegurar que nadie pase antes que ellos.

—A moverse, a moverse, que tengo tres tandas de 40 pa’ pasar primero— ordenan desconocidos.

Morenos, de piezas gruesas y con cadenas colgadas al cuello. Son zamuros en busca de carroña, inteligentes felinos que saben por dónde pasar a la hora de quebrantar reglas humanas, morales y legales.

Dos muchachas que no pasan de 25 años se niegan a retroceder. Están desde las 4:30 allí, detrás del poste de luz pública.

—Es mejor que colaboren desde ya pa’ ahorrarse peos— vociferan.

—Nos rodamos, pero nosotras vamos primero (…) No queremos gaticos— advierte una de las muchachas.

—Dale pa’ tras, sino, te va a ir mal— repiten desconocidos.

Ellas ceden. No hay policías.

Nunca hay garantía

testimoniosversionfinalUn muchacho que trabaja como vigilante en una residencia del norte y que solo libra los jueves y viernes hace la cola cada quince días desde abril. Se abriga porque a las 3.00 de la mañana sopla el viento y la brisa le eriza los vellos de los brazos.

—Aquí todos se conocen— dice. La manera en cómo se organizan las colas se asemeja a la dualidad del bien y el mal: frente al comercio, se sientan —o acuestan— los integrantes del grupo más temible, el de los gaticos, el de los zamuros, el de murciélagos. Tienen el control. Son parte de un club. Ríen, toman café, cuentan chistes.

Así como los nuevos ricos ostentan sus riquezas, ellos ostentan su poder. No cargan encima grandes joyas ni armas de fuego, tampoco manejan un Ferrari. Su poder reside en la sola acción de acumular cédulas y billetes.

Después del poste cuyo final en las alturas es el aviso publicitario del lugar, luego de las cabrias eléctricas, están los demás. En ese grupo hay variedad: gente que espera su turno por orden de llegada, personas con alguna limitación física y gente “viva” que busca “colarse”.

A las 6:30 de la mañana ningún puesto en el mercado contiguo está abierto. Por eso, el equipo allí se esconde. Son como 30, todos hombres fornidos con koalas cruzados en el pecho.

Las dos muchachas que se niegan a moverse ven cómo “El Chamo” se acerca a un señor que desde las 3:00 de la mañana yace en el piso frente al comercio. Le quita un paquete de cédulas, le gira algunas indicaciones y se devuelve a su escondite cual murciélago huyendo de la luz.

Al señor que le quitan las cédulas le llaman “El Gordo”. Cincuentón alto, canoso, con el rostro magullado y caminar inquieto, decide quién sí y quién no. Ése es su trabajo.

Organizados para delinquir

Esa asociación consta de un organigrama consolidado: “El Chamo”, jefe totalitario y dictador, ordena quién va delante y quién va detrás. También es él quien recibe los mil bolívares que “El Gordo” cobra por vender puestos.

datosversionfinalCualquier abogado penalista diría que “El Chamo” y su equipo, al revender productos de primera necesidad regulados por el Estado venezolano, se les puede acusar de cinco delitos cometidos simultáneamente: fraude, estafa, especulación y evasión de impuestos. Y un quinto, determinante, al que se le denomina asociación para delinquir. En derecho, esto es concurso de delitos y las penas establecidas en la Ley de Precios Justos oscilan entre seis y ocho años si no hay agravantes.

En el equipo hay entre 20 y 30 personas. Los llaman gaticos por su capacidad de escabullirse pese a los obstáculos. No se les ve mucho tiempo juntos; se les avista cuando la madrugada se pone naranja y comienza a juntarse el bien con el mal.

Entonces llega la hora de organizar las colas.

A esas alturas, todo mundo sabe que si se está primero, se corre el riesgo de quedar último, pues los del equipo gritan a lo largo de la cola: “Colaboren, no vayan a ponerse tercos desde temprano”. Esa es la señal de que la batalla inicia. Y a esa hora, aún no llega la Policía ni nigún funcionario militar.

La primera fila en ser intervenida es la de la tercera edad. Ante los reclamos de las personas, una mujer de pelo corto, un poco masculinizada, se sitúa de lado contrario, extiende sus manos y, entre risa y vulgaridad, empuja. Empuja sin importar que haya ancianos allí. Es una cadena, eso dice un señor de barba blanca y sin cabellos en la cabeza, despierto desde las 2:00 de la mañana. ‘También son culpables los vigilantes, cajeros y gerentes de comercios’.

—Ya yo agarré el truco: me doy una pasaíta por los supermercados a eso de las 10, 10:30 y espero que digan ‘Ya no hay na’, pa’ meteme. Porque de algo esté seguro, cuando dicen así es porque van a sacá’—, afirma. Hace cuatro días compró harina, aceite, arroz y margarina en uno de los Latino de la zona norte.

Aviso: abren a las 8 a. m.

Esa madrugada, en Locatel había loratadina y analgésicos. Una muchacha robusta, de piel seca y desgastada y con una niña en brazos, lo avizoró, pero se desalentó porque el día anterior había ido y su sorpresa fue que no “sacó” porque ya “de punta”, faltó medicina.

—Y en el Latino no están sacando na’— reconoce.

—Allá la cola se hace de aquel lao’ porque atracan mucho— manifiesta una jovencita con rasgos indígenas.

—Vamos a ver— replicó su acompañante.

Se fueron en total tres muchachas. A las 7:20 de la mañana nadie pelea. En la cola de las personas con discapacidad llegan a meter hasta 40 personas, y en la de los jóvenes, casi cien. Las dos muchachas que al principio estaban renuentes a moverse, quedaron a dos o tres cuadras de su lugar original. Pero todo esfuerzo se viene abajo antes de las 8:00 de la mañana. Trabajadores del Centro 99 tienen un anuncio: adentro ya no queda nada.

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