El diario plural del Zulia

Danzarán hasta morir

Es probable que Diego, a sus nueve años, pronto deje de tener control sobre sus piernas y brazos o pare de hablar con claridad. Se moverá involuntariamente y se le desencadenará un apetito voraz. Ahora no lo sabe, y está descansado en una hamaca tras una larga jornada de juegos. Mira al frente, mira al sol de media tarde. Tiene por patio al Lago.

La Corea de Huntington es un mal hereditario. Si uno de los padres alberga el gen alterado, las probabilidades de que sus hijos desarrollen la enfermedad será de 50 por ciento. En la casa de los González, dos padecen los estragos del mal de San Vito. Dos, incluyendo el papá y el abuelo de Diego.

Cuello hacia atrás, manos van y vienen, piernas también. Cuello adelante; el abdomen se mueve como si se tratase de fl exiones. Así es difícil que Alicia le corte las uñas de los pies a su esposo, Robinson González. Ellos son los abuelos de Diego.

—A ver, quietecito— le pide.

El hombre tiene 60 años. Desde los 40 está afectado por el mal.

Diego observa la escena.

—Yo me casé para siempre— afirma Alicia antes de que se le hagan preguntas.

El niño no para de mecerse en la hamaca. Solo lo cubre un interior marrón. Desconoce qué es la corea de Huntington y se tapa los oídos cuando alguien nombra a la doctora Nancy Wexler, aquella mujer que vive en el recuerdo del barrio San Luis, en San Francisco, porque en 1981 visitó el sector para estudiar la sangre de los enfermos de la patología que ocasiona trastornos motores, cognitivos y psiquiátricos.

Un agresivo sin nombre

—Aquí no vengan a preguntar na’. En toda la entrada al balneario de San Luis vive este hombre al que no le gusta hablar con nadie. Frente a su descortesía, salta su hijo:

—Es mejor que se vayan. A papá no le gusta hablar— advierte. Baja la voz y se acerca a la cerca para murmurar…

—Es que la enfermedad lo ha puesto muy agresivo. Una vecina se acerca y cuenta:

—La semana pasada le rompió el vidrio a una camioneta de una empresa (…) La silla donde descansa el señor sin nombre es de plástico. Con cada movimiento brusco e intenso se dobla. Su hijo intenta advertirle del peligro, pero no termina la frase porque él se levanta y, tras proferir un par de ofensas, camina sin control por el patio.

Montse Torrecilla, miembro de la Asociación Corea de Huntington Española (ACHE), indica que el mal enturbia las emociones y los coarta la posibilidad de interactuar y simpatizar con extraños. Un trabajo especial de grado de alumnos de la escuela de Comunicación Social de la Universidad Rafael Belloso Chacín en 2008 concluyó en que los trastornos de personalidad, la rebeldía, impulsibilidad, verbalizaciones abusivas y comentarios soeces se evidencian en todo enfermo. También se presentan alucinaciones, demencia y depresión.

Varias intensidades

En San Luis conviven todas las variaciones de Huntington. Yubelkys Árraga es una muestra de la Corea cuando aún no ha atacado con agresividad. Sus manos y piernas se mantienen en un mismo lugar por períodos prolongados y los músculos de la cara y cuello parecieran estar adormecidos.

Ella apenas lleva dos años “lidiando” con el mal. Está en una fase primera. Aunque no se mueve incontroladamente, le cuesta terminar las palabras. Habla poco porque no cualquiera le entiende.

Probablemente Yubelkys haya desarrollado disartria, que ocurre cuando los músculos del habla se debilitan y son incapaces de moverse con la velocidad adecuada.

Su hijo no lo dice, pero tiene miedo. A sus 22 años, huye del mal y por eso trató de juntarse con una mujer cuya familia esté sana.

—No quiero que mis hijos tengan el mal— confiesa.

El mal, así le llaman. Nadie conoce la enfermedad por su nombre médico. En el hospital de San Luis que albergaba enfermos de Huntington a finales los noventa y mediados de 2010 había especialistas que la definían así, pero ningún poblador adoptó esa costumbre.

Ese centro asistencial ahora está cerrado. La remodelación ya se hizo, y aún así no lo abren. Yubelkys Árraga trabajaba allí hasta cuando pudo.

—Allí bañaban a los enfermos, les daban comida siete veces (…) Lo malo era que lo acostaban muy temprano, a las 4:00 de la tarde— recuerda.

Ya cuando el mal lleva 20 años en un mismo cuerpo acaba con él. Esa es la explicación de por qué a Robinson Gonzáez deben hasta cortarle las uñas. Perdió por completo la capacidad de valerse por sí mismo y comunicarse.

—Si él tiene hambre, ¿cómo se lo hace saber?—.

—Siempre tiene hambre. Ellos comen mucho. Me hace señas con las manos, las abre enteritas, y eso quiere decir que se va a comer diez arepas—.

Donde viven es una casa pequeña repleta de niños que corretean por muchos lados. Todavía duermen juntos y cuando Robinson concilia el sueño pareciera que estuviese enyesado. Alicia lo baña, lo afeita, lo alimenta y ve pasar la vida con él.

—Nos casamos para siempre— repite. En los 90, la doctora Nancy Wexler explicó a los habitantes de San Luis, donde se concentra el mayor foco de Huntington en el mundo —allí y en Barranquitas, Rosario de Perijá— que el mal comienza a partir de la tercera o cuarta década de vida, sin embargo, no se descarta que en los primeros síntomas se evidencien en los años de infancia. Por eso Diego corre peligro.

Los americanos y las Soto

Son hermanas, Rudy y Alexandra son hermanas. En esa casa, la señora Norma Gotera, su madre, crió a tres hijos; a dos las abraza el mal y la menor lo espera temerosa y resignada.

Alexandra, de 40 años, ya estaba ahí. Rudy, de 42, caminaba en dirección a su hogar materno con una bolsa con tres panes y dos galletas de huevo.

—Eso es lo que come ella. No hay pa’ más— se adelanta a manifestar Norma. La doña las sostiene con los recursos obtenidos diariamente por las ventas de plátanos.

—A veces voy pa’ la plaza y cambio plátanos por pescado para hacerles mojitos porque ellos no pueden masticar comida dura—.

La menor de los Gotera Soto ha vivido expectante 36 años. Espera el mal.

datosversionfinalSi le da, le da. Ya qué más. Desde que un médico venezolano llamado Américo Negrette fue del poblado de San Luis, en los años 50, ellos escuchan la frase “los americanos”. La misma Norma Gotera los recuerda.

—Los americanos vinieron y les sacaron sangre, les hicieron exámenes pa’ ver porque había tanta gente aquí enferma así (…) Pero de ellos, ni más…—.

Negrette se sorprendió. Al principio, creyó que eran alcohólicos. Ya luego se percató de que era Huntington. Tomó videos de los habitantes y los mostró durante un encuentro médico en Middeleport, Ohio, en 1972. Se celebraba para recordar el primer informe que presentó George Huntington, doctor que contribuyó a la descripción clásica de la Corea.

Así fue cómo Nancy Wexler vino a San Francisco. Sus aportes se centraron en levantar el hospital y determinar la genealogía de la enfermedad.

Pero los americanos se fueron hace tiempo ya.

Hambre y necesidad

El barrio San Luis alberga muchas familias. Cincuenta por ciento —tal vez más— sobrevive al mal. Su principal actividad económica es la pesca, aunque también hay pequeños comerciantes. En sus calles siempre hay gente. Guardan como costumbre conversar en los frentes de las casas.

Todos conocen sus necesidades: cuentan con un ambulatorio poco dotado, hay poca comida y escasos recursos para encontrarla. A Yuleima Soto la dejó el marido hace un par de meses. Su cuerpo empezó a sentir la incontrolable necesidad de moverse sin autorización. Ahora sufre, además del mal de San Vito, de hambre.

—Como una vez al día y no me, no me (…) Cómo es… no me lleno—.

Sus ropas, rotas, apenas pueden cubrirla. Su cabello, sin peinar. Su cara llora. Carece de dinero y oportunidades laborales. —¿Quién me da trabajo así?— sentencia sin pensar.

Un enfermo de Huntington requiere siete mil calorías al día para apaciguar su organismo.

Las aceras en San Luis las cubre la basura y la rondan decenas de perros famélicos. Así de famélico las recorre Eduardo Gotera mientras espanta a los animales. A él lo acabó el mal. Su cuerpo no esconde los rastros de huesos. Siempre lo hallan temblando y descalzo en la calle. También siente hambre.

A un paciente de Corea en fase terminal se le debe alimentar con puré de papa, plátano, yuca o auyama. Es necesario que se le desmeche la carne y el pollo y proporcionarle mucho líquido. Los movimientos cada vez más violentos los deshidratan con frecuencia.

Eduardo come dos veces al día cuando hay buena suerte, pero Darwin Soto, otro hombre con síntomas acentuados, a veces se va a la cama con un cepillado que le regalan en la plaza.

Aunque recibe una pensión del Instituto de Ambiente de San Francisco, 21 mil 200 bolívares al mes, no le da para comer tres veces al día. Su madre, Inelda, también siente hambre.

—Yo trabajaba, y ahora no puedo (….) Mi padre tenía esta enfermedad y de ella murió (…) Yo me siento bien (…) Vamos a ver (…) Aquí hay bastante necesidad, oyó— asegura. Darwin no ha visto pasar a Diego hoy. El niño acostumbra a jugar por las calles de San Luis. Brinca, grita y corre. Goza de buena salud.

No piensa que tiene 50 por ciento de probabilidad de acabar como muchos de sus vecinos, de repente abandonados, como les ocurre a algunos.

Su abuela Alicia no lo permitiría.

Lea también
Comentarios
Cargando...