El diario plural del Zulia

Atrapados en la amebiasis y en su misma tierra

Los niños y la enfermedad. Un niño adquiere el parásito que produce la amebiasis si consume agua o algún alimento contaminado.

En la flor del taparo, Alitasía en wayuunaiki, hay una laguna donde al atardecer se posan pájaros y una estatua que evoca la simbología de la muñeca wayuu, cuyo nombre es conocido en el poblado: wayuunkeera.

Por allí pasan los niños cuando van a la escuela o cuando sus padres lo llevan al hospital binacional de Paraguaipoa con fiebre, vómito y diarrea.

En la comunidad intercultural habitan 92 familias wayuu y entre todas suman 300 pequeños. En los últimos dos meses escuchan mucho una palabra: amibiasis.

—La mitad de los niños están enfermos— lamenta Leonardo Montiel, profesor y habitante de Alitasía.

La laguna de los pájaros es conocida por su atractivo turístico. Es un jagüey en forma de círculo donde en tiempos ancestrales las matriarcas lavaban ropa, se bañaban y extraían agua para cocer sus alimentos y beber. Hoy, significa una utopía wayuu, pues el sedimento la revuelve por las constantes lluvias.

Y de allí sacan agua para consumir, porque no tiene cómo pagarla.

A la enfermedad responsable de mantener a los niños “atrapados” en chinchorros la nombran ‘amebiasis’ (Diccionario de la Real Academia Española, 2016). La definen como la infección “del hombre y de los animales producida por protozoos del tipo de las amebas”. Pero para el guajiro, es la causa por la que sus hijos no bajan al colegio ni corretean en la enramada.

Las carencias

En Alitasía casi todos son González. Y casi todos no trabajan en nada porque escasean las fuentes de trabajo. Antes pescaban, pero con la laguna revuelta y su enmohecimiento no hay muchos peces que buscar.

El domingo antepasado, a las 10:00 de la mañana, en casa de los Fernández González no sabían si almorzarían. Dentro, en una mecedora, lloraba Bryan, de dos años.

—Es que desde esta madrugada tiene diarrea con sangre y vómito (…) Y anoche le dio fiebre— se apresura a justificar su madre, una wayuu de menos de 25 años.

Vaya que se veía frágil Bryan. Con su abriguito cerrado hasta el cuello y el sombrero corrido. Con su cuerpo quieto, y manos y pies extendidas, casi como momia, como evitando cualquier movimiento que le produjera dolor. Su cabello marrón sin brillo y la piel ennegrecida; con su cara paralizada de la angustia. Y sin comer.

—Marido mío salió por comida; si trae, trae; si no, no (...) chica de arroz sin azúcar— expone con la esperanza de que si la escuchan la ayudarán.

Un niño de dos años que con vómito, fiebre y sangramiento en las heces no puede comer chica de arroz sin azúcar. Y tampoco debería estar pasando su dolor en una mecedora. Pero cómo hace su madre, si tan solo para llevarlo al hospital binacional a bordo de una moto debe tener mil bolívares.

—No lo he podido llevar otra vez porque no consigo pa’ los pasajes. Igual, si lo llevo, me lo traigo igual porque no me dan medicinas— dice en tono denunciatorio.

A su lado, una niña mece en el chinchorro a su hermanito de seis meses, cuyas manos y piernas están cubiertas de erupciones que en algún momento expulsaron sangre mezclada con pus.

Su madre, hermana de la mamá de Bryan, sale al paso: —Yo no sé qué tiene, pero le estoy echando una crema tres veces al día— añade.

Los niños [otra vez]

Una montañita empinada con desniveles, ramas y piedras baja y sube dos veces al día María Cecilia para ir al colegio, una preadolescente de 12 años; nunca quiere quedarse en casa, prefiere ir, aprender los números y las letras porque de grande quiere ser maestra. Poco le interesa si llueve o no, si se mancha de barro sus sandalias típicas o si llega a clase sin merienda. Lo suyo es estudiar.

—Este es mi cuaderno de Lengua y Literatura— muestra orgullosa.

Tiene buena letra, y las caritas felices dibujadas por su maestra son evidencia de lo aplicada que es.

La escuela a la que asiste es la única en Alitasía, se llama José Leonardo Fernández “Jayariyú” y su construcción se remonta a los tiempos de Pablo Pérez en la Gobernación del Zulia; su pintura está corroída y del techo de la cancha donde juega con sus compañeros cuelgan latones oxidados.

—¿Haces deporte allí?

—Sí.

—¿Se han caído pedazos del techo?

—Sí, pero nosotros no andábamos por ahí ese día…

Dos kilómetros la separan de su meta y los camina de lunes a viernes, a las 8:00 de la mañana y a 12:00 de mediodía.

Ahora Lino: Lino tiene siete u ocho años, no recuerda bien. Lo que no pasa por alto es ponerse el uniforme.

—¿Cuál es tu salón?

—Ese…

Señala una puerta de madera con huecos y obligada a estar cerrada con un candado.

Lino no se sintió bien esta mañana. Se toca y dice que está caliente. Y es cierto; su piel quema.

—Es fiebre— refiere, en su inocencia, una de sus amiguitas.

Los niños que hoy no están enfermos de amebiasis en Alitasía ya lo estuvieron días antes. Y si se recuperaron fue por la mezcla de hierbas que sus ancestros enseñaron a preparar a sus padres. O por paciencia.

Aidé Morales lavaba cuando la detuvo el llanto de su hija más pequeña. Yacía en un chichonrro. Desde la semana pasada tiene fiebre y defeca con sangre.

—Le he dado infusiones pa’ trancarle la diarrea (…) Y ni decir sacarla de aquí, porque estamos atrapados en nuestra misma tierra— alude.

 

 

 

 

 

 

 

 

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